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“A otro perro…”

LA VOZ DE LOS QUE NO LA TIENEN ||
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Lo siento, pero no soy nicaragüense. Nací y vivo en la República Dominicana. Nunca he pretendido residir en Managua, Chinandega ni en Masaya. De manera que ya no sirve martillar la ilusión de estar mejor que cualquier nación centroamericana para sentirnos redimidos. La comparación resulta fallida y no nos descarga; al contrario, ya molesta. Aceptarla es un estúpido autoengaño que supone validar una fórmula clásica de domesticación social.

Esa es la retórica oficial del sistema para resguardar su inmovilidad, justificar sus fracasos y tapar sus quiebras. Son sus centros de poder los que deciden cuándo, cómo y hasta dónde operan los cambios en una sociedad tasada y desigual, cada vez más apartada de las deliberaciones institucionales. Mientras, el discurso de las élites sigue siendo el mismo: cuando no es evasivo es solícitamente optimista para hacernos pender de un futuro que nunca aflora y desactivar de paso el riesgo de cualquier despertar social. Pero tendrán que reinventar las estrategias porque ya pocos creen en sus “cansadas verdades”. La realidad es tan cruda que desmiente a diario el catecismo de un bienestar económico del que apenas se beneficia el 20 % de los más ricos. Ese que defienden con garras sus primorosos beneficiarios: los centros financieros, el gran capital, los lobistas, los monopolios y la casta política.

En esa lógica de abstracción (¿o manipulación?), para los apologistas del progreso quejarnos es jugar a la ingratitud o desconsiderar nuestras capacidades, los sacrificios generacionales y la sangre derramada por la libertad. La razón es que a esos núcleos les aterra la idea de que las cosas puedan descarrilarse y perder el control. Por eso califican cualquier inconformidad como un “derrotismo” de presunta inspiración ideológica. Para esos intereses, los que criticamos las fracturas históricas del sistema somos vistos con ojerizas y estigmatizados de izquierdosos o desadaptados. El libreto es el progreso liberal como expectativa de un bienestar quimérico sustentado en la prevalencia de sus inmutables mandos. Ese establishment acepta cambios siempre que no alteren el cuadro de sus dominios. No ceden ni una pulgada. Para ellos, las cosas siempre estarán mejores sin hacer nada para cambiarlas. Han apostado a la mansedumbre de una sociedad anulada y les ha dado dividendos.

No acepto sus ridículas comparaciones. Que resuelvan los hondureños sus ancestrales desigualdades en un país de nueve familias; que Nayib Bukele tenga éxito dirigiendo por Twitter el Estado salvadoreño; que los nicaragüenses puedan abrirse a la libertad que una vez dijeron blandir los tiranos de hoy; que los venezolanos encuentren la salida a ese túnel sinuoso y oscuro; que los bolivianos puedan superar su trance; pero los reveses de esos pueblos no pueden alentar en el nuestro un optimismo embustero, sobre todo cuando, a pesar de no padecer esas contracciones, tampoco reporta un balance consistente con sus “ventajas comparativas”. Al contrario, en ausencia de esos condicionamientos ¿no debiéramos estar mejor?

Lo siento, pero ya la macroeconomía no convence. Sus números no hacen gracia. A quienes dirigen esto les costará renovar el arsenal de sus argumentos para mantener la hipnosis social. Ser la octava economía latinoamericana y de las primeras diez del mundo en crecimiento no provoca ni un bostezo cuando ir a un hospital público es salir a buscar la muerte, cuando la educación pública comparte estándares con los Estados africanos de estructura tribal, cuando Haití nos supera en la calidad de la educación primaria, cuando tenemos la honra de ser el tercer país de la región y el séptimo de casi 150 del mundo en desaprovechar el aumento del ingreso real por habitante para mejorar la salud y la educación. ¿De qué nos sirve ser el mayor receptor de inversiones extranjeras de Centroamérica y el Caribe cuando tenemos una de las economías menos competitivas y más concentradas? ¿Cuál es el valor del crecimiento frente a una tasa tan alta de desigualdad (Gini de 45.7) y donde el 20 % más rico (quintil 5) percibe el 50 % de la riqueza, en tanto el 20 % más pobre (quintil 1) solo percibe el 6 %? Es cierto, somos la potencia turística del Caribe; más de siete millones de turistas nos visitaron en el 2018 con un impacto superior al 20 % del PIB; ahora bien, ¿qué tan socialmente retributiva ha sido la industria turística? Sí, claro, mueve empleo barato y divisas, pero ¿ese aporte se concretiza de forma relevante en la vida de las regiones bajo su influencia? Basta considerar que la provincia La Altagracia aloja el principal parque turístico del Caribe insular; sin embargo, en los últimos años ha ocupado la posición 15 entre las provincias más pobres del país.

Hoy no tenemos un estremecimiento social por coyunturas muy particulares y por realidades estructurales. Entre las primeras se destacan la estabilidad de los índices macroeconómicos, los subsidios sociales, la masificación del empleo público, los flujos que generan los negocios del poder, los más de 43,000 millones de dólares que por concepto de remesas recibieron los hogares dominicanos desde 2010 a 2018. Entre las realidades estructurales se cuentan la prevalencia de una economía sumergida de imprecisa cuantificación pero de incidencia real en la generación de riqueza y consumo, así como una estructura social dominada por una franja de bajos estándares racionales, y ocupada en solventar problemas de subsistencia. Apática, sumisa, distraída, pobremente reactiva a sus procesos sociales y auto excluida de las decisiones públicas. Ese es el arquetipo ideal del “ciudadano utilitario” para consentir sin reclamos una historia de omisiones públicas de las élites de poder. A pesar de las odiosas comparaciones, esta no es la sociedad chilena de robusta clase media, con madurez crítica, fraguada en derechos y con una educación promedio relativamente alta.

Esta realidad no es hacedera ni sostenible. Un país no puede modelar el desarrollo con base en casuismos, contingencias ni atenciones de apremio. Los índices de hoy no nos servirán mañana porque el problema ya no es de cuánto sino de cómo. Y es ahí donde hemos fracasado: en estrategias, controles, planes, balances y resultados. Nos frustran los informes económicos sin ver rendimientos en nuestros cuadros de vida; nos abruma un Estado funcionalmente malogrado incapaz de dar un servicio óptimo; nos apena desgastarnos en una institucionalidad inoperante; nos irrita ver enriquecerse a la misma gente sin compromisos socialmente responsables. Tendrán que buscar a genios que nos inventen otras “verdades” o nos enseñen a domesticar a otros perros con el mismo hueso porque la gente, a pesar de su aparente acato, se está hartando y cuando prorrumpa no es para ladrar; es para morder.

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