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Monseñor Romero, 30 años después

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En el Salvador mataron al profeta Oscar Arnulfo Romero, pero no han podido detener el compromiso de hombres y mujeres con el reino de Dios y su justicia en América Latina.

El 24 de marzo se cumplen 30 años del asesinato del profeta de América, Monseñor Oscar Arnulfo Romero y Galdámez, arzobispo católico de San Salvador.

Lo asesinaron las élites dominantes de El Salvador que en la defensa de sus escandalosos privilegios, pretendían así ahogar en sangre los más caros sueños y aspiraciones del pueblo salvadoreño.

A Romero lo recordamos como un cura que supo, desde el púlpito y en su condición de hombre de Dios, identificarse y hacer voto de obediencia y castidad ante su pueblo.

El obispo brasileño, Pedro Casaldáliga dijo que “la muerte de Romero se hizo vida nueva en nuestra vieja iglesia y que por ello nadie hará callar su última homilía”.

La muerte del pastor salvadoreño marcó el inicio de un río de sangre que cubrió todo el territorio del pulgarcito de América. El pueblo salvadoreño ofrendaba generosamente su vida para sacudirse de una cruel y despiadada oligarquía conocida en ese entonces como “las 14 familias”, quienes en estrecha alianza con el Ejército y los paramilitares escuadrones de la muerte del ex coronel Roberto D’Abuisson flagelaban y ultrajaban a las clases humildes.

Monseñor Romero experimentó entonces un radical y revolucionario proceso de conversión. Las homilías dominicales del arzobispo desde su púlpito de la catedral de San Salvador se transformaron, en el evangelio vivo, buenas nuevas para los pobres, tal como lo predicó Jesús, con una radicalidad que al Maestro de Nazaret le costó la vida a manos de la soldadesca romana.

Romero asumió a su prójimo como su verdadero hermano, llegando a decir que “los pobres me enseñaron a leer el evangelio”, aunque a la postre tuvo que pagar por ello.

El obispo de San Salvador cayó abatido, en manos de los escuadrones de la muerte, en el marco de una misa que oficiaba en un hospital de cancerosos.

Los sanguinarios asesinos de Romero respondían al podrido interés del Partido Alianza Republicana (ARENA) y a las 14 familias que controlaban los medios de producción de El Salvador y que diariamente eran denunciados por el prelado católico en cada uno de los encuentros con sectores de la población.

En múltiples ocasiones, Romero tuvo personalmente que participar en funerales de religiosos, a quienes los escuadrones de la muerte masacraban en plena labor pastoral, siendo la más dolorosa para el obispo salvadoreño la muerte del sacerdote Rutilio Grande, quien particularmente lo asistía en cada una de las misas que ofrecía y actividades que realizaba.

Monseñor Romero viendo el maltrato a su pueblo decidió confrontar abiertamente a los verdugos de su rebaño.

Por su discurso apegado a la noble causa de su pueblo fue inmolado.

Previo a su muerte Romero recibió atentados, amenazas de muerte e insultos, a lo que respondía: “A mi me podrán matar, pero sepan que la voz de la justicia nadie la podrá callar”.

En momento en que las huestes asesinas ametrallaban a su pueblo, encontraron en su camino la voz de trueno, moral y espiritual de su pastor: “En nombre de Dios, pues y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les pido, les ruego, les ordeno, cese la represión”.

Romero cayó luchando y combatiendo con la única arma que tenía, la verdad. Hoy un segmento importante de la población latina lo consagramos como el “San Romero de América”.

Este tiempo de cuaresma, donde los cristianos conmemoramos la pasión, muerte y resurrección de Cristo, la ocasión es propicia para reflexionar acerca del aporte de nuestros mártires religiosos en América y del mundo y rogar a Dios para que pronto llegue la redención a nuestra patria. Que Dios nos ayude a seguir resistiendo.

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