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Recuerdo de mi juventud

LA VOZ DE LOS QUE NO LA TIENEN ||
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Aparecen armas enterradas

San Pedro de Macorís, año 1937. Como de costumbre los chicos del barrio jugábamos pelota los sábados, a un lado de la pista del aeropuerto militar: Una extensa alfombra verde que comenzaba en la empalizada de alambre de púas de un maizal en el campamento llamado “Méjico” cuartel del Ejército Nacional y terminaba en la pared de concreto del asilo San Benito Abad; cerca del portón de madera que separaba de la calle.

Casi al medio día vemos al guardia apodado “Relámpago” abriendo el portón y entrando dos carretas llenas de fusiles, escopetas, revólveres, machetes, cuchillos y puñales. Todos muy oxidados y con tierra.
En una carreta está el cabo García, instructor de marcha en la escuela número 3, y el soldado que llaman “Manta Negra” por ser más negro que el carbón.

Dejamos de jugar y nos acercamos al cabo que nos conocía. Él sonrió al ver nuestra curiosidad y nos dice: En el club frente al parque están removiendo la tierra para sembrar matas de rosas y con los picazos han salidos estas armas viejas, hay más. Seguida ordenó a guardia Relámpago continuar por el camino que está al lado de la pista hacia el cuartel.

Seguimos jugando pelota que no terminamos al sonar la sirena de los Bomberos indicando que eran las 12:00. Corrimos, teníamos todos que llegar a la casa antes que el padre.

A papá le hable de las carretas con las armas podridas. El contestó ya lo sabía. Todo comenzó en el año 1916. Los macorisanos comenzamos a padecer cosas muy duras; abusos, perdimos la paz.

Una mañana llegó al muelle un barco de guerra de los norteamericanos lleno de soldados. Fuimos muchos a ver qué pasaba, ya sabíamos de un desembarco por Monte Cristy. Un grupo de dominicanos guapos los enfrentaron a tiros antes de llegar a Santiago.

Cuando arribaron a Puerto Plata, los recibieron a tiros, mataron diez soldados, un capitán y un teniente.

Aquí al comenzar a salir del barco los soldados, cerca de mí oí un disparo y el inquieto Urbano se fue corriendo tan rápido que los pies le pegaban en la espalda. El primer americano que pisó el muelle cayó al suelo. Lo entraron al barco donde luego murió.

Los soldados portando fusiles con bayonetas nos rodearon y uno que hablaba español ordenaba que nos tiráramos al suelo, entonces nos hacían parar y nos topaban el cuerpo, el que tenía saco, hacían que se lo quitara. Nadie tenía arma.

Nos separaron y preguntaban quien fue que disparó, el nombre, color, tamaño, si era delgado o gordo. Los que preguntaban eran puertorriqueños. Yo creí que nos iban a tener presos, ordenaron que nos fuéramos.
Los que estábamos cerca de Urbano Gilbert nos dimos cuenta que fue él quien disparó. En el nerviosismo y confusión no oí a nadie decir quien fue que hizo el disparo.

Seguida una gran cantidad de soldados bien equipados iban marchando para Miramar hacia un terreno limpio donde jugábamos pelota. Instalaron un campamento con casas de campañas y una cerca de alambre.
Al segundo día otro grupo de soldados marchó para la ciudad y se instalaron en el club que está frente al parque. Ese fue el cuartel general con un capitán al mando.

El día del desembarco fue el comienzo de la inseguridad, por la tarde comenzaron el desarme. Esa noche fue de puertas cerradas; nadie se atrevió a salir. Al otro día sólo ser hablaba de la búsqueda de armas. Nadie podía tener armas ni en su casa. Yo veía a los soldados enterrando escopetas, fusiles, revólveres, cuchillos, machetes y puñales en el jardín.

Hubieron hombres que se fueron para los campos, no entregaron sus armas ni menos aceptaban los abusos que de cualquier cosa cometían.

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