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El dilema del presidente de Colombia Alvaro Uribe

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El silencio con que el presidente colombiano, Alvaro Uribe, ha acogido los pasos que dan sus simpatizantes para que se reelija por segunda vez puede ser un indicio de que se halla inmerso en un dilema: o permanece en la presidencia para continuar combatiendo a las narcoguerrillas y los narcoparamilitares con firmeza y eficacia o la abandona y expone al país a la eventualidad de que lo reemplace un gobernante débil e ineficaz en esa lucha.

Se trata de un dilema probablemente falso, basado en la dudosa presunción de que únicamente un líder fuerte, providencial e irrepetible puede satisfacer el deseo de la mayoría de los colombianos de contener a las corruptas fuerzas desestabilizadoras y garantizar la convivencia en libertad y democracia.

Uribe ha sido el mejor presidente que ha tenido Colombia en la era moderna y eso explica su persistente popularidad, no sólo entre los colombianos sino entre muchos otros latinoamericanos. Lo he señalado más de una vez desde estas mismas páginas.

Su famosa política de »seguridad democrática», no obstante algunos excesos deplorables, ha sido una mezcla creativa y audaz de medidas que a un tiempo han debilitado a las fuerzas irregulares, que viven del terrorismo, el narcotrático y los secuestros, y fortalecido la democracia colombiana.

Pero lo cierto es que el mandatario no hubiera logrado esa hazaña por sí solo, como él mismo ha reconocido en discursos en los que ha agradecido los sacrificios de militares y policías y el empeño democrático de algunos de sus ministros, legisladores y muchos otros colombianos que han complementado su trabajo.

El comprensible temor popular al cambio de guardia y la inevitable adulación que acompaña al poder sin duda le están haciendo a Uribe más difícil el dilema de lo que realmente es. Por eso conviene recordarle los beneficios potenciales que tendría una renuncia sin ambages a una segunda reelección.

En primer lugar, Uribe ha creado un exitoso modelo de mando para una democracia asediada por elementos antidemocráticos que otros líderes colombianos pueden seguir. De hecho varios posibles candidatos a la presidencia, que provienen de las huestes uribistas, han prometido emular ese modelo.

La partida de Uribe del poder robustecería además las instituciones democráticas colombianas, desde la presidencia misma hasta los partidos políticos y la constitución, a la que se le ahorraría otra de esas frecuentes reformas oportunistas que han convertido a muchas cartas magnas latinoamericanas en letra muerta.

Y daría una excusa menos a fanáticos iquierdistas para cuestionar la legitimidad del sistema político colombiano y justificar el intento de adueñarse del poder mediante la subversión, el narcotráfico y la violencia.

Por último, la partida voluntaria del gobierno del presidente más popular de América Latina en los últimos tiempos enviaría un valioso mensaje democrático a los pueblos políticamente inmaduros de nuestro hemisferio que en forma suicida están cediendo sus libertades a caudillos inescrupulosos y sedientos de poder.

Uribe tiene una oportunidad excepcional de decirles a los colombianos »no soy como esos caudillos y no quiero que ustedes se humillen ante mí como otros pueblos se están humillado ante los caudillos». Y es que la humillación de los pueblos ante falsos héroes, como advirtiera Jorge Luis Borges en su día, invariablemente conduce »al servilismo, el temor, la brutalidad, la indigencia mental y la delación», entre otros resultados nefastos.

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