Era un día de esos de abril del 2009 cuando estaba desarrollando un proyecto fotográfico por el cual vivía en la Zona Colonial un tiempo. Paseaba por El Conde, se me acercó una extranjera y me preguntó si hablaba inglés. Pensé que era una turista que necesitaba direcciones, hasta que me empezó a hablar de Cristo y me entregó un panfleto explicativo sobre lo mucho que él me amaba. Fui cortés y lo acepté, lo guardé en mi cartera y seguí caminando hasta mi apartamento. Mi apartamento colonial quedaba frente a un parque, en un tercer piso de difícil acceso entre escaleras incómodas, pasillos estrechos y tres candados que abrir y cerrar cada vez que se atravesaba de un lado al otro. Esa tarde había quedado con una amiga para juntarnos en mi apartamento, pero en lugar de esperarla arriba (sabiendo que si subía tenía que volver a bajar para abrirle) decidí esperarla sentadita en el parque.
Allí conocí a un loco. Lo había visto pasearse por la Zona varias veces, con su barba canosa. Tiene un caminar peculiar, pesado y pausado pero aún así determinado, pues fija la mirada en un punto y camina hacia adelante. Esta vez, a veinte pies de distancia, fijó su mirada en mí. Yo estaba sentada en un banco del parque y mientras lo veía acercarse sin despegarme los ojos de encima, pensé que quizás ese banco "le pertenecía" a él y yo había osado en invadir su espacio. Estaba cada vez más cerca y con ganas obvias de decirme algo. Ese día arrastraba una gran funda de saco que a simple vista parecía estar vacía. Cuando finalmente llegó hasta mí, de su boca no salieron palabras, sino sonidos que, en su mundo, hacían sentido. Siguió su monólogo a la vez que me colocaba su saco en frente para que me asomara dentro y entendiera mejor lo que me estaba exponiendo. Dentro de su enorme saco habían sólo cinco encartes de periódico y una docena de volantes de KFC. Más nada. El loco entró su brazo hasta el fondo, tomó unos cuantos y me los mostró orgullosamente mientras seguía balbuceando explicaciones. Sus sonidos eran incomprensibles, pero su emoción y sus movimientos empezaron a comunicarme algo. Le presté la debida atención a su discurso y le sonreí. Saqué de mi cartera el panfleto de la Testigo de Jehová, y extendí mi brazo hacia él ofreciéndoselo. Lo analizó pocos segundos y lo tomó en sus manos. Se alegró, y con un mover de la cabeza y un sonido me lo agradeció. Lo metió en su saco junto a su colección de ofertas de pollo frito y nos despedimos.
Por unos minutos logré una extraña conexión con él. Yo no hablo mucho, y aunque la gente aún me insiste que debo de hablar más, yo sigo pensando que en la vida existen mejores maneras de comunicarse. www.unadominicanarubia.com