En la vida naval, donde el saludo no es mera formalidad sino acto de reconocimiento jerárquico y respeto institucional, la cortesía es mucho más que una urbanidad aprendida: es un reflejo del temple interior del marino.
El oficial verdaderamente formado entiende que la cortesía, sobre todo hacia quienes un día fueron sus superiores —y aún más, si esos superiores dedican tiempo a enriquecer su acervo profesional o personal—, no es una concesión, sino una deuda de honor.
Ser cortés con quienes nos precedieron o con los subalternos que ascienden en nobleza de espíritu, es mantener viva la cadena de mando invisible que une generaciones por el respeto mutuo.
Esa actitud, sutil pero firme, dice más de la formación de un oficial que cualquier insignia en el uniforme.
Quien olvida agradecer una enseñanza o desatiende con desdén una palabra de quien tuvo antes el timón, puede que porte galones, pero aún no ha zarpado en la travesía del verdadero mando.