Su liderazgo en la Iglesia Católica coincidió con el período más difícil del castrismo
El cardenal Jaime Ortega Alamino falleció este viernes en La Habana a los 83 años, según una nota emitida por la Conferencia Episcopal de la capital de Cuba.
Desde el 23 de junio, Ortega se encontraba en estado grave por un cáncer que padecía en estado terminal. Durante semanas se informó de la evolución de su estado de salud hasta la actual nota que da fe de su fallecimiento.
«A quienes fuimos sus amigos y a los files en las tres diócesis en las que ejerció su ministerio nos consuela la promesa del Señor, que se hace particularmente real y cumplida en el cardenal Jaime», apunta la nota firmada por el actual Arzobispo de La Habana, monseñor Juan de la Caridad García Rodríguez.
Jaime Ortega Alamino (18 de julio de 1936 – 26 de julio de 2019) fue el cardenal que hizo lo posible en uno de los períodos más complicados de la historia cubana y aunque nunca consiguió el liderazgo natural de monseñor Adolfo Rodríguez y fue engañado por Raúl Castro, logró consolidar la visibilidad e influencia de la Iglesia Católica en un escenario a veces hostil, siempre precario y de recelos mutuos.
Ortega inició su mandato como Arzobispo de La Habana con los trágicos episodios de la Embajada del Perú, la rátzia maoísta que desencadenó el castrismo contra los que huían del paraíso oral y el éxodo del Mariel; circunstancias que provocaron una protesta privada, pero contundente de la iglesia frente a las autoridades; y acabó su mandato frustrado por el desembullo Obama y la decepción de sentirse engañado por Raúl Castro Ruz.
Pero reducir su misión pastoral y política a tales hitos, sería injusto con el catolicismo cubano y con el cardenal que acaba de fallecer, pues en la Cuba castrista ser católico ha sido duro y Ortega no debía atender solo a los reclamos de sus obispos y feligreses, sino también a las señales de Roma, de sus pares latinoamericanos y de una dictadura que transitó del ateísmo al laicismo en una reunión, pero que siempre receló de las sotanas.
El liderazgo de Ortega en la Iglesia Católica coincidió con el período más difícil del castrismo que no volvió a ser el mismo desde la pérdida de fe popular a partir de Mariel y que ha ido profundizando su crisis de identidad y popularidad desde entonces y hasta la fecha.
La iglesia católica latinoamericana, estremecida por la pobreza de la mayoría de sus feligreses, apostó en Medellín y Puebla por un enfoque más apegado a los problemas de la región, con la excepción de Cuba a quien veían como el paraíso de los pobres, aunque conocían que el castrismo había prácticamente desguazado a la iglesia en la isla, que sobrevivió a duras penas entre 1960 y 1980, cuando los obispos Rodríguez, Siro, Meurice, y Prego, entre otros, consiguieron resituar el catolicismo residual y empezar a crecer sin parar hasta nuestros días.
Adolfo Rodríguez, obispo de Camagüey, fue el líder natural de la jerarquía católica cubana en todos esos años por su capacidad de resistencia frente a la barbarie comunista, su solidez intelectual y doctrinal y por su capacidad de aglutinar a los “duros” como Meurice, Prego y Siro con “moderados” como Ortega, de Céspedes o Petit; pero el Vaticano sabía que el arzobispo de La Habana podría avanzar más en un camino de normalización acompañado por el camagüeyano, que invertir los términos.
Con Ortega, la iglesia cubana –que venía de una precariedad asombrosa y que había aprovechado los influjos de Medellín y Puebla para soportar el martirio- ganó visibilidad e influencia, moviendo las fichas con una combinación de mesura e intrepidez con la que no siempre ganó, pero sí consolidó al catolicismo como un actor a tener en cuenta en el tablero cubano y se ganó el derecho a ser escuchado por todos, consiguiendo una implantación territorial que abarca toda la isla.
A este rol contribuyeron sin duda, el papado anticomunista y en favor de los pobres de Juan Pablo II, la caída del Muro de Berlín y el empobrecimiento de Cuba provocado por la desastrosa política económica del castrismo y su esquema de dependencia de un socio extranjero.
Si sus mayores en la curia isleña establecieron que la iglesia católica formaba parte de Cuba y tenía voz y voto en las decisiones que afectaban el destino del país, Ortega aprovechó las debilidades del castrismo para ganar prestigio e influencia con la dinamización de programas sociales propios y aprovechando cada rendija que el castrismo dejaba abierta por acción u omisión.
Ortega –consensuando su apuesta con sus hermanos de fe y con Roma- prefirió alternar las críticas contundentes en privado y en público, como en los casos de Mariel, el hundimiento del remolcador 13 de marzo y los fusilamientos de tres jóvenes en 2003 y promovió la pastoral “El amor todo lo espera” en 1993, donde defendió sin cortapisas el derecho de todos los cubanos a participar en el destino de la nación.
Fidel Castro, como buen pichón jesuita, no siempre jugó limpio con la Iglesia Católica cubana desde la normalización promovida bilateralmente y se despachó a gusto contra ella en Brasil (1990) tras recibir una carta de los obispos cubanos abogando por la democratización de la isla o cuando la inauguración del antiguo convento de las “brigidinas” en La Habana, maniobra a la que se prestó el Vaticano.
La ceremonia oficial de reapertura del convento de la Orden del Santísimo Salvador de Santa Brígida se había celebrado con una ceremonia litúrgica presidida por Ortega Alamino, pero el castrismo y el Vaticano montaron otra ceremonia con la asistencia de Fidel Castro, que fue transmitida por la televisión pagada por el Partido Comunista, que silenció la oficial.
En su protesta, Ortega no dudó en señalar al Vaticano como corresponsable de la jugada castrista, lamentando los “excesos en palabras y gestos” de algunas personalidades de la iglesia, como resultado de la “improvisación” y el “talante personal” de cada uno.
Si Castro apostó por la Teología de la Liberación, tesis que también fue aprovechada en su prédica por los obispos cubanos más hábiles, Ortega consiguió que Caritas se estableciera en Cuba y expandiera su labor humanitaria por toda la isla.
Su Cardenalato fue un reconocimiento y espaldarazo explícitos del Vaticano a su labor en años tan complicados, pero su anillo cardenalicio se vio empañado por su creencia en la sinceridad de Raúl Castro en un camino de mayor apertura para Cuba con el embullo Obama, como reclamó Juan Pablo II en su homilía de la Plaza de la Revolución.
Sacerdotes y laicos cercanos a Ortega creen que la errónea percepción de Ortega pudo obedecer a la combinación de sus lógicos deseos de coronar su reinado eclesiástico con una Cuba plural camino de la prosperidad espiritual y material y su creencia de que el carácter más campechano y familiar de Raúl Castro facilitaría ese camino.
La Iglesia Católica cubana no desempeñó un papel preponderante en las conversaciones entre la Casa Blanca y el Palacio de la Revolución que desembocaron en el establecimiento de relaciones diplomáticas el día de San Lázaro de 2017, pero Ortega asumió ese papel secundario y luego atendió el pedido de Washington de suavizar a la curia y los feligreses cubanos de Miami y Estados Unidos.
Su mayor pecado en este ámbito fueron el desmantelamiento del Centro de Convivencia Cívica y Religiosa, el vaciamiento de contenido de la revista Vitral, adscritos a la diócesis de Pinar del Río desde los tiempos del obispo Siro; y el cese con destierro estudiantil teológico del valiente Padre José Conrado Rodríguez Alegre, cura de zonas humildes de Santiago de Cuba.
Un cura amigo de Jaime Ortega desde los tiempos del seminario apunta que “el (Monseñor Ortega) siempre tuvo en cuenta el testimonio de los preceptores de Fidel y Raúl (Castro) en Santiago de Cuba que el primero era todo emoción y el segundo razón”, pero quizá Ortega no valoró el peso del miedo a lo desconocido en la conducta de Raúl Castro.
Jaime Ortega Alamino fue un Cardenal cubano que hizo lo posible para que el castrismo arrastrara penitencia en sus pecados y pese a que Bergoglio le dijo de manera informal, poco antes de ser electo Papa Francisco I, que “la iglesia no está para tumbar gobiernos”, al jubilarse recordó a sus relevos que la voz de la iglesia se había ganado un espacio en el escenario cubano y que podía modularse, pero nunca callarse; eligiendo para apagar la suya propia la mañana de Santa Ana, justo 66 años después del asalto al Cuartel Moncada por el grupo que más hizo por silenciar al catolicismo en Cuba, aunque los hubiera salvado monseñor Pérez Serantes de una muerte casi segura.-cibercuba.com