Caracas, (PL).-Caracas es un nombre sonoro, recuerda la musicalidad de matraca o maraca, y así de ruidosa o estridente puede ser esta ciudad ubicada a 800 metros sobre el nivel del mar, con su parapeto de montañas.
La capital venezolana, una de las ciudades más pobladas del país, puede ser hostil al visitante acostumbrado a la tranquilidad. Solo en la noche disminuyen los sonidos, pero de tiempo en tiempo una sirena o algún sordo estruendo desconocido interrumpe la calma.
A veces la sinfonía de motores que aceleran, los cláxones histéricos, el vocerío de la gente, los gritos de los vendedores ambulantes rebota en las paredes de los grandes edificios y regresa amplificado con potencia suficiente para ofuscar hasta al más acostumbrado al heavy metal.
Dicen que en Caracas no pasan 20 minutos sin oirse una sirena. Por supuesto, la ciudad tiene sus remansos de silencio, algunas zonas de paz, grandes estancias de césped y árboles, donde todavía puede escucharse algún sonido de la naturaleza.
Pero en la mayor parte de la urbe, la bulla domina, se impone, trepa a los pisos más altos, aturde a los migrañosos, entorpece las conversaciones y envuelve los espacios, ya sea en el cerro más escarpado o en el refinado este.
La diversidad de idiomas también forma parte de la sinfonía: en menos de 10 metros el caminante escucha el exotismo del árabe, el estridente cantonés, el musical portugués y ese peculiar inglés de algunos caribeños.
En el centro de la ciudad, por el kiosko de Glendis y Alex -una de los tantas caseticas ubicadas en la acera- puede apreciarse en menos de media hora todo un desfile de nacionalidades y acentos.
Árabes, chinos, judíos, colombianos, cubanos, jamaiquinos, dominicanos, ecuatorianos, portugueses y haitianos son clientes recurrentes de esta pareja que lleva cerca de 20 años juntos, muchos de ellos transcurridos en su pequeño negocio.
El bullicio es parte de su día a día y apenas si lo notan, en ocasiones deben alzar el tono para hacerse oír entre las personas que piden una golosina, o una recarga telefónica, o un refresco: un coro desentonado donde las voces tratan de imponerse unas sobre otras.
Pero esa ya es una «melodía» habitual, el caraqueño del centro grita de una acera a la otra, le gusta la música a todo volumen, vocifera y toca el claxon tempestuosamente si queda atrapado en los tremendos embotellamientos. Hace poco, la alcaldía prohibió la música alta en los comercios, pero algunos cuando cae la tarde y una cierta oscuridad se hace cómplice, suben el volumen del estéreo: la salsa y el merengue casi siempre tienen preferencia.
En algunas horas, parece que los más de cuatro millones de habitantes de la capital se pusieran de acuerdo para vociferar, sonar las bocinas de los autos y armar estruendo.
Los caraqueños tienen temperamento caribe, fuerte y voluntarioso como sus habitantes originarios que resistieron la colonización española durante los siglos XV y XVI. Incluso, todavía hoy recuerdan a líderes indígenas como Guaicaipuro, Tiuna, Tamanaco, Chacao y Baruta al denominar con sus nombres localidades y edificaciones.
A esa raíz ancestral se unió el ritmo acelerado de una modernidad que irrumpió con el boom petrolero de los años 50 del siglo pasado: los grandes edificios, la explosión de automóviles, el crecimiento precipitado de la ciudad.
Ahora el caraqueño camina ensimismado, a veces ajeno al ruido -música desafinada de su cotidianidad- tal vez por eso en los días de asueto la ciudad queda casi vacía y los capitalinos van a las playas, al llano, a la montaña… buscando la tranquilidad del silencio perdido.
*Corresponsal de Prensa Latina en Venezuela