Aunque parezca paradójico, la vida pública dominicana atraviesa un momento en el que el desorden perdió hasta su antiguo orden interno. Hubo épocas —sin justificar lo injustificable— en que incluso quienes actuaban mal se movían dentro de ciertos límites tácitos. Existían fronteras, códigos y un escalafón informal que, aunque inaceptable, permitía entender cómo operaban ciertos desvíos.
Hoy, en cambio, esa horizontalidad ha abierto espacios donde confluyen fenómenos profundamente corrosivos para cualquier sociedad organizada: los tentáculos del narcotráfico, el lavado de activos, las prácticas de corrupción gubernamental y el contubernio con un grupo del sector privado movido por ambiciones desmedidas y sin tradición institucional.
Esta convergencia, que se expresa en distintas capas de la economía y de la vida pública, no constituye una actividad económica: es un entramado que erosiona la confianza, debilita a los actores productivos y desfigura la competencia legítima.
El riesgo se profundiza cuando estos capitales e intereses oscuros encuentran vías para participar en la política o incluso ocupar posiciones de poder.
Ese fenómeno, que ya asoma en distintas latitudes del continente, compromete la salud institucional de los Estados y crea una pendiente resbaladiza donde lo público queda vulnerado y lo privado pierde su brújula ética. Cuando esa frontera se desdibuja, el país entero entra en terreno inestable.
Pero la dimensión más dolorosa surge cuando esta lógica de distorsión alcanza el ámbito de la salud. Cuando las negligencias, los desvíos o los arreglos informales impiden que personas vulnerables reciban medicamentos, prótesis adecuadas o tratamientos esenciales, la corrupción deja de ser un fenómeno sistémico para convertirse en una tragedia humana.
En este caso no hablamos de macroeconomía, sino de vidas que pierden calidad, de sufrimientos evitables, de esperanzas truncadas por decisiones tomadas fríamente y muy lejos de la fragilidad de quienes dependen de un servicio digno.
Frente a este panorama, la respuesta no puede ser la resignación ni el silencio. El país necesita actuar bajo el imperio de la ley, con instituciones fuertes, controles firmes y decisiones que se adopten dentro del marco constitucional.
El respeto al debido proceso no es una formalidad: es el dique que impide que la justicia sea capturada por emociones, resentimientos o deseos de venganza. Solo una justicia serena, rigurosa y sin estridencias puede sanear lo que hoy amenaza con corroer los cimientos de la república.
El desafío es grande, pero no imposible de lograr. La historia enseña que las naciones que se salvan a tiempo lo hacen cuando sus ciudadanos, sus instituciones y sus líderes entienden que la ley —y solo la ley imparcial— es el último territorio firme en medio de cualquier tormenta. Lo demás, por más volumen que mueva o por más brillo que aparente tener, no construye el futuro: lo compromete.




