Por Rafael Ciprián
Se ha renovado el debate sobre el tema de si la constitución puede o no ser inconstitucional. El pivote que disparó de nuevo la discusión fue la reciente sentencia del Tribunal Constitucional (TC). Reiteró el criterio que había sostenido la Suprema Corte de Justicia (SCJ), en el sentido de que resulta un contrasentido decir que la Constitución puede ser inconstitucional.
Afirmaron que el TC perdió la oportunidad para ampliar su competencia. Para ellos, debió declarar inconstitucional una parte de la Carta Política. Esa aseveración es un error garrafal. El TC es un órgano constituido. Está sometido a la Constitución. Y esta solo puede ser modificada conforme a las reglas que ella impone.
Somos partidarios de que la Constitución nunca es inconstitucional. Sería una ilogicidad. Es como decir que Dios es ateo. O que lo existente no existe. Si la Ley Sustantiva es inconstitucional, entonces ella es nula de pleno derecho, en virtud de su propio artículo 6.
Otorgar al TC la facultad de revisar la Constitución, poder declarar nulas sus disposiciones y a ella completa es autorizar al hijo para que legítimamente mate a su madre. Sembraríamos el caos. Bastaría con asaltar el TC, con nueve jueces incondicionales (los restantes cuatro jueces quedarían aplastados), para subvertir el orden establecido. Volveríamos a los tiempos de las montoneras, del Concho Primo, de los generales caudillos y del “Abajo el que suba”.
El TC solo tiene facultad para anular el procedimiento viciado de la reforma constitucional, antes de que la nueva Constitución entre en vigencia. Si se proclamó y se publicó, ya está en vigencia. El TC queda sometida a ella. Si se quiere modificar, hay que volver al procedimiento, con su Asamblea Revisora.
Sus críticos dirán, es su derecho, que esa Constitución es ilegítima, que viola derechos, principios y valores fundamentales, y puede ser así. Pero tienen que obedecerla. O, de lo contrario, formar mayorías en el Congreso Nacional para revisarla o irse a la insurrección y hacer una revolución.
Declaramos, una vez más, que la Constitución es la diosa suprema del sistema jurídico. Y es perfecta, en tanto norma. Como creación humana, y fruto de la lucha política y la voluntad de la clase social dominante, que busca preservar los intereses creados, claro que es imperfecta, y susceptible de perfectibilidad.
Si vamos a cambiar cláusulas pétreas, como la forma de gobierno y el procedimiento de su propia reforma, entonces hay que modificarla, respetando sus reglas, y sustituir la Asamblea Revisora por la Asamblea Constituyente. Luego, avanzaríamos a la otra reforma, en que, con la Asamblea Constituyente, barreríamos con todo lo que haya que barrer. Eso es una revolución constitucional.