La sombra de la corrupción encubierta

Homero Luis Lajara Solá

“Cuando alguien se está ahogando, no es momento de enseñarlo a nadar”
—Proverbio chino—

Cuando el combate al crimen se convierte en una fachada y los llamados guardianes de la ley se alían con los delincuentes, el daño a la confianza institucional es profundo y duradero.

El reciente escándalo que involucra a Diego Marín, apodado el “Zar del Contrabando y Papá Pitufo”, en Colombia, y su estrecha colaboración con agentes corruptos de la DEA —en especial el agente José Irizarry— no es solo una aberración individual.

Es un síntoma de una patología más grave: la erosión del sistema de control dentro de agencias internacionales que, amparadas en su lucha contra el narcotráfico, operan muchas veces con opacidad, sin la fiscalización debida y bajo la peligrosa creencia de que el fin justifica los medios.

Según reveló una reciente investigación de Associated Press, Marín montó un imperio criminal que llegó a manejar más de 100 millones de dólares anuales gracias al lavado de dinero y la protección de actores que debían perseguirlo.

Irizarry, reclutado por la DEA en 2009 pese a no superar una prueba de polígrafo, fue asignado a Cartagena, Colombia. Allí conoció a Marín y juntos utilizaron el programa AGEO —una herramienta de operaciones encubiertas con escasa supervisión— para blanquear dinero con la aparente venia institucional.

Lo más alarmante es que durante años la agencia mantuvo una doble narrativa: por un lado, aparentaba investigar al narcotraficante, y por el otro, le permitía operar con impunidad, generando un círculo vicioso de encubrimiento y corrupción.

Este caso no solo afecta la imagen de la DEA, sino que remueve heridas abiertas de otros escándalos similares. Basta recordar el caso de Whitey Bulger, el célebre mafioso de Boston que durante años fue protegido por el FBI mientras cometía asesinatos, tráfico de drogas y extorsiones.

También están los informes sobre el uso de mercenarios y empresas contratistas que, bajo la sombrilla del contraterrorismo, han terminado involucrados en tráfico de armas y violaciones a los derechos humanos.

Estos hechos obligan a las democracias —sobre todo a las latinoamericanas, siempre expuestas a presiones externas y vulnerabilidades institucionales— a estar permanentemente alertas.

No basta con confiar en la buena voluntad de los aliados. Hay que tener mecanismos de supervisión sólidos, auditorías independientes y una cultura de transparencia que impida que la impunidad se enraíce incluso en los organismos llamados a erradicarla.

El caso Marín, al igual que otros episodios similares, debe servir de advertencia permanente: no hay enemigo más peligroso que aquel que se esconde tras el escudo de la ley.

La infiltración de agentes corruptos dentro de estructuras antidrogas, dotadas de poderes extraterritoriales y operando bajo el manto del secreto, convierte a los Estados en rehenes de sus propios aliados.

Los países latinoamericanos, precisando el caso del presidente colombiano, Gustavo Petro, quien detectó aportes de Marín con dinero sucio del narcotráfico en su campaña presidencial y los devolvió, deben revisar constantemente sus protocolos de cooperación internacional, así como las contribuciones para campañas electorales.

Eso evita que no se repita la historia de agentes extranjeros operando sin rendición de cuentas, protegidos por sus pasaportes diplomáticos mientras facilitan crímenes financieros y políticos.

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