El sacerdote pronunció las palabras _»Gaudeamus omnes in Deo»_, pero casi nadie lo escuchó. El estruendo y los gritos angustiados de los fieles que llenaban la catedral lo impidieron. Aterrorizados, todos estaban pendientes del estrépito que venía de la calle.
De repente toda aquella gran iglesia de mármol fue impulsada hacia arriba, oscilando como un barco en medio de un mar tormentoso. De las bóvedas comenzaron a caer piedras sobre los hombres y mujeres que había acudido a la misa. Las velas también se desplomaron y se iniciaron decenas de incendios.
Era el 1 de noviembre de 1755, día de Todos los Santos, y el terremoto de Lisboa acababa de comenzar. La tierra se había despertado de su letargo milenario y avanzaba ondeante. En África había destrozado mezquitas y sinagogas. En Agadir y Rabat, las casas se desplomaron. Argelia explotó.
En la lejana Falun, a miles de millas de allí, sus habitantes suecos sintieron la cólera de la tierra hirviente. Repentinamente, los ríos suizos comenzaron a arrastrar lodo. El lago de Neuchâtel se desbordó. Los alemanes oyeron el fragor de algo similar a una batalla. En Escocia y Gales las colinas se estremecieron. Jaén, Sevilla, Valladolid, Zamora o Ciudad Real entre otras, sufrieron graves desperfectos y cientos de muertes debido a los derrumbes.
En Lisboa, la tierra abrió sus fauces tragándose a 80.000 seres humanos. Trituró los ridículos muros de las casas y aplastó los palacios como si fueran casitas de palillos. Abatió los conventos y destrozó los comercios. La corteza terrestre reventó dejando escapar el ardiente aliento de las profundidades.
Las piedras se derritieron, los árboles se resquebrajaron y grandes portones de hierro forjado quedaron encorvados. El terremoto y el incendio no respetaron las obras de Rubens y de Tiziano y las arrojaron al fuego. Costosas vajillas chinas se partieron en pedazos. En el palacio de Bragança, la tierra despedazó las joyas de la corona.
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