Como mujer joven, amante del deporte y que goza de buena salud, siempre comí todo lo que me apetecía y necesitaba para estar llena de energía. Nunca pensé que sentiría miedo de comer o que llegaría a enamorarme de una figura delgada a la que no estaba acostumbrada.
Durante mi juventud y mis primeros años de universidad, tuve una saludable talla M. Era atleta de competición, así que tenía un cuerpo robusto, hombros anchos, pecho fuerte y pantorrillas bien definidas. Comía lo necesario para mantener una actividad física constante, sin hacerme preguntas, porque no podría haber jugado cinco partidos de baloncesto o softbol durante un fin de semana sin recargar las energías. No solía pensar en mi peso ni en mi tipo de cuerpo.
Sin embargo, en la universidad mi estructura muscular cambió poco a poco, hasta llegar a ser prácticamente normal. Practicaba un poco de ejercicio, aunque no de manera tan activa, y ya era consciente de que ningún tipo de comida rápida era saludable. Por eso, pude mantener la misma talla hasta que cumplí 21 años.
Pero en esa época mi digestión dio un vuelco. Mi cuerpo no era capaz de tolerar los alimentos. No importaba qué comiera, tostadas o pastel de chocolate, zanahorias o caldo de pollo, pasaba largas horas en el cuarto de baño. No salí de casa en meses, tomaba los cursos de la universidad a distancia y sentía que me estaba desmoronando.
Después de una serie de pruebas, que duraron más o menos nueve meses, los médicos determinaron que padecía un cuadro grave de Síndrome del Intestino Irritable con mala absorción de fructosa. Perdí completamente el apetito mientras los médicos se ocupaban de controlar mis síntomas. Durante ese período pasé de una talla M a una S, y finalmente a una XS, fue entonces cuando toqué fondo.
La nortriptilina cayó del cielo. Nunca olvidaré la noche en que tomé dos píldoras y desperté a la mañana siguiente sintiendo un dolor residual en lugar de llamas rugiendo dentro de mi estómago. Poco a poco, empecé a incorporar una mayor variedad de alimentos sin tener síntomas digestivos. Sin embargo, después de que el dolor y las molestias en el estómago desaparecieran, tuve que volver a aprender una de las actividades humanas más simples: comer.
Medía 1,72 metros y durante varios años pesé alrededor de 56 kilos. En esa época luché contra el miedo que me provocaba la comida, recordándome constantemente que comer no me iba a causar daño. Mi inconsciente todavía temblaba ante la idea de comer una hamburguesa, una pizza o sushi.
Aunque pesaba menos de lo que quería, no me importaba vestir un nuevo cuerpo. Ver mi cuerpo más pequeño me gustó, sobre todo porque era diferente. Crecí admirando cómo lucía su figura Kate Moss en espléndidos vestidos, así que durante un par de años asumí su apariencia. Usaba adorables vestidos cortos que dejaban al descubierto mis piernas y llevaba camisetas a rayas con cuello barco y pantalones pitillo.
En una cultura donde se anuncia que “las mujeres reales tienen curvas” y se vanagloria tanto a Kate Upton como Kim Kardashian por sus formas, cambié mi manera de ver los cuerpos delgados y comencé a apreciarlos. Sin embargo, ese no era mi cuerpo. En realidad, se trataba de un préstamo temporal hasta que mi salud y mi relación con la comida se restablecieran.
El verano pasado comencé a ganar mi batalla mental contra la alimentación: empecé a subir de peso otra vez, a medida que incorporaba más alimentos a mi dieta. Disfruté de una mezcla de alimentos saludables mientras me familiarizaba de nuevo con mis comidas favoritas, la italiana y mexicana, y al final también me atreví con los postres.
La balanza finalmente marcó 63 kilos y de repente me percaté de que mi cuerpo había cambiado nuevamente. Tenía el cuerpo de una mujer. La nueva estructura vino con curvas: tenía caderas y trasero, senos y cintura. Mi cuerpo, el que parecía una vara, se había esfumado sin ser consciente de ello.
Siempre me he resistido al cambio. Cuando se sube o baja de peso, los detalles se comienzan a notar más que nunca, algunos son positivos pero otros no.
Cuando perdí peso me percaté de que tenía una clavícula prominente, abdominales poco definidos, una amplia brecha entre los muslos y brazos muy delgados. Cuando recuperé peso mi piel se acumuló justo encima de mis caderas y mis muslos volvieron a unirse. Mis hombros tomaron una apariencia redonda y mi cintura se ciñó de manera natural.
Al inicio fue difícil acostumbrarme a la idea de aumentar de peso ya que, durante mis años de adolescencia y adultez temprana, pensaba que deshacerme del exceso de kilos era la mejor forma de demostrar autocontrol y refinamiento. A las mujeres nos han enseñado que la pérdida de peso es buena y que aumentar de peso es malo.
En teoría, estaba feliz de tener un índice de masa corporal medio. Mi nutricionista me dijo que ese número era un logro y el resto de las personas me comentaban cuán bien y saludable lucía. En realidad, tuve que luchar con la percepción del peso y lo que esto significaba.
Era difícil ver cómo los centímetros aumentaban a medida que pasaban las semanas, mientras volvía a disfrutar del verdadero sabor de los alimentos. También odiaba tener que deshacerme de la ropa de mi armario pues ya no me servía, regalé una bolsa tras otra.
Pero esa ropa en realidad nunca estuvo destinada a mi cuerpo. Fue mi madre quien me lo hizo notar. Le dije que iba a enviar a la caridad otra bolsa de ropa en la que había un par de mis vestidos favoritos y me dijo que estaba contenta.
“Te ves bien, realmente muy bien”, me dijo. “Antes no estabas sana. Ahora estás bien. Para mí, no tenía sentido que estuvieras tan delgada. Debes aceptar quien eres”.
Fue entonces cuando me percaté de que tenía razón. Algunas mujeres están destinadas a ser delgadas. Se ven naturalmente sanas y normales con sus vestidos cortos y leggings. Tengo un cuerpo de talla mediana y un amor profundo por los postres, por lo que mis curvas se llenaron rápidamente cuando comencé a comer y a hacer ejercicios con normalidad. Una vida feliz con una talla XS, que nunca volveré a tener, simplemente no era para mí.
Cuando cambié mi forma de pensar, mi vida también cambió. Dejé de culparme a mí misma por pedir pasta cuando iba a un restaurante. Pensé que nunca lo haría, pero tiré toda mi ropa de mi época “ultra-delgada” y creo que jamás volveré a perder tanto peso como para usarla de nuevo. Poco a poco comencé a llenar mi armario desde cero. Incluí vestidos ceñidos a la cintura, blusas sin mangas ni espalda, varias faldas de tubo y algunos pantalones entallados.
Necesitaba un cambio de actitud, y eso transformó la percepción que tenía de mi cuerpo o, más bien, de los cuerpos. En solo un año tuve el placer de vestir a dos figuras muy diferentes. La primera era esbelta y muy delgada pero, para mí, demasiado frágil. La segunda era una figura bien dotada, tenía curvas y era fuerte.
Comencé a mostrar mi cintura y me acostumbré a lucir escote. Cambié los vestidos cortos y anchos por otros más entallados, y sonreía cuando veía que tenían curvas a las que ceñirse.
Finalmente, aprendí a aceptar el cambio como lo que es, ni más ni menos. Mi cuerpo recto no era más bello que mi cuerpo curvilíneo simplemente porque había perdido peso para conseguirlo. Todos los cuerpos son hermosos. Los cuerpos sanos son hermosos y cambian con el tiempo. De niños, somos activos y pequeños. Pasamos por la pubertad y desarrollamos las características femeninas. Nos formamos poco a poco, hasta llegar a la universidad, y nuestros cuerpos se definen alrededor de los 20 y 30 años. Entonces tenemos niños y volvemos a cambiar.
El cambio simplemente ocurre. No siempre es positivo o negativo, a veces solo es neutral. Nuestros cuerpos están diseñados para adaptarse a nuestras vidas y estilos de vida. A medida que las mujeres crecemos nos convertimos en lo que estamos destinadas a ser. Yo soy esa mujer de 63 kilos, que usa una talla M, con curvas y feliz, y que trabaja cada día para aceptarse a sí misma.
