Máximo Gómez, 110 años de su muerte

El 17 de junio de 1905, falleció en la Habana, Cuba, el Generalísimo Máximo Gómez, dominicano de origen, y cubano por derecho, pues a la independencia de Cuba dedicó su vida y obra.
 
Nacido en Baní, República Dominicana, en noviembre de 1836, durante una visita al país, en abril de 1900, dijo en un acto de reconocimiento que toda su lucha en pro de la Independencia cubana la había realizado considerándose representante del pueblo dominicano. Lo uno y lo otro, ambas naciones prohíjan a un ser excepcional, de quien el destacado historiador dominicano Roberto Cassá, escribe en Personajes Dominicanos, tomo II: “Pero Gómez fue mucho más que un militar; de hecho, fue un gran jefe militar porque fue una gran persona, dotada de una humanidad integral. (…) Concluida la prolongada contienda, con el corazón en las manos, confesó que nada detestaba más que la guerra. Fue todavía más grande en la paz, porque, como parte de su gloria, llevó una vida impoluta, rechazando con naturalidad cualquier insinuación de enriquecimiento o de ejercicio del poder”.
 
En este  110  aniversario de su deceso, DominicanosHoy publica estos apuntes de su Diario, que llegan hasta el final de la Guerra Grande en Cuba, 1868. Porque de lo que se escribe habla el alma, nada mejor para conocer la grandeza de este dominico- cubano: el Generalísimo Máximo Gómez.
 
“No puedo precisar la fecha en que nací, pues por más que busqué personalmente la partida de bautismo en los libros de mi parroquia, no pude dar con ella; eso quiere decir que desde la cuna empecé a resentirme del descuido de otros con que somos víctimas los hombres a nuestro paso por este planeta. Pero por la edad precisada en la fecha de nacimiento de contemporáneos míos, y por la tradición conservada en la memoria de mis buenos padres, pude averiguar sin más datos que ésos, que nací allá por el año 36.
 
En cuanto al mes, día y hora, siempre he lamentado ignorar tan preciosos datos para mí, que señalan los primeros instantes en que aparecemos casualmente, a ser miembros de la gran familia humana.
 
Vine al mundo, y fue mi cuna un pueblecito ribereño del Banilejo (entonces sería un caserío), que le da su sombra: Baní, tierra de los hombres honrados y de las mujeres bonitas y juiciosas.
 
Se llamaban mis padres: Andrés Gómez y Guerrero y Clemencia Báez y Pérez; dos almas que formaron del amor un templo y un altar, consagrados a la familia. Solamente hubo dos varones en el hogar, el primero, ya hombre murió siendo yo muy niño, y habiéndome correspondido ser el último y único varón entre mis hermanas, me adueñé de todo el cariño y preferencias de padres tan buenos y amorosos.
 
Corría allí mi infantil existencia, pura y campestre puedo decir, y allí me crié e hice hombre. Mi instrucción se limitó a la que se podía adquirir en aquel lugar y en aquellos tiempos, “del maestro antiguo de látigo y palmeta hasta por una sonrisa infantil”. Sin embargo, conservo recuerdos amorosos y santos de mis maestros, pues nada se quiere tanto en la vida, cuando ya los años y los dolores han desteñido nuestros cabellos, como el recuerdo de los primeros que nos enseñaron a balbucear las letras. No se olvida jamás ese sabor a pan de almas.
 
En cambio mi educación fue brillante, bajo la dirección de unos padres tan honorables como severos y virtuosos; y lo digo con orgullo, porque si en mi vida azarosa algunas veces me he sentido bien armado y fuerte contra el vicio y la maldad tentadoras, a sus enseñanzas debo el triunfo, por el aprecio que me acostumbraron a tratar la virtud y por la fuerza de voluntad, que con la palabra y el ejemplo, pusieron en mi entendimiento y mi corazón.
 
Ya hombre, fuime derecho a parar, a donde por lo general y por desgracia se ha encaminado siempre la juventud de este país, a la política imperante personal o de partidos, en fin, el personalismo puro.
 
No obstante, yo, por esa senda de mis primeros pasos, siempre conservé las normas sanas y severas que imprimieron en mi carácter la pureza y ejemplaridad de mi hogar.
 
Un suceso extraordinario vino a variar el curso de mi vida, iniciado apenas en los acontecimientos políticos del país; el impulso absorbente y dominador con que la invasión haitiana amenazaba sojuzgar a la joven República Dominicana, ante cuya perspectiva se aunaron todos los corazones de mi patria para rechazar al atrevido invasor. Mi bautismo de sangre lo recibí en los campos históricos de Santomé, la más extraordinaria a la vez que decisiva función de armas contra las huestes haitianas.
 
Las armas de la joven República salieron brillantemente victoriosas, pero de aquel campo de honor y de gloria salieron los héroes predispuestos y preparados para las contiendas civiles.
 
Era el año de 1855 y el país seguía hondamente conturbado con sus luchas intestinas hasta 1861 en que confuso y aniquilado cayó en poder extranjero. La República Dominicana dejando de ser lo que era pasa por el trance doloroso de anexarse a la monarquía de España. Tan inexplicable locura más tarde debía pagarse muy cara. Aquello fue un aturdimiento nacional que dejó a la juventud dominicana huérfana, sin guías ni directores; Santana, jefe de un partido, capitanea la anexión, pues se hallaba en el poder; Báez, caído y fuera del país, viste la faja de mariscal de campo de Ejército Español.
 
Se abisma uno al meditar cómo fue que los hombres patriotas y políticos de aquella situación no preveían que la anexión debía traer aparejada una revolución formidable, aunque España no hubiese venido aquí con sus bayonetas, con sus impuestos forzosos de bagajes, su Bando absurdo de buen gobierno, sus alojamientos forzados y sus brigadieres como Buzetas.
 
No se hizo esperar mucho tiempo la Revolución Restauradora, y el año 1864 le sirvió a España, para después de una resistencia inútil, abandonar el país, que dejaba sumido en la más espantosa ruina y desconcierto, y maligna, arrastró en su fuga a mucha parte del elemento principal criollo, que más tarde dejó abandonado y disperso.
 
Joven yo, ciego y sin verdadero discernimiento político para manejarme dentro de aquella situación, más que difícil, oscura, porque realmente la revolución se presentó más que defectuosa, enferma, fui inevitablemente arrastrado por la ola impetuosa de los sucesos, y me encontré de improviso en la isla de Cuba, a manera de un poco de materia inerte que lejos de su centro arrojan las furiosas explosiones volcánicas. Era la primera vez en mi vida que abandonaba el suelo natal, y muy pronto empecé a purgar la culpa cometida, con la pena más cruel que puede sufrir un hombre. Me enfermé de nostalgia; a no ser por los cuidados que me prodigaron una madre y dos hermanas amorosas, no sé el fin que hubiera sido de mí. No fue en parte causa de ello el desdén con que llegando allí, pagó España a sus leales, que ni yo me sentí herido por eso, ni lo contrario nos hubiera dado más honor. Mejor fue así, porque para los hombres de bien no hay deuda más obligada que la de la gratitud.
 
Por encima de todo eso, que lo consideré como efímero y despreciable, estaban permanentes los recuerdos de mi Valle, de mi Río, de mis Flores, de mis Amigos y de todos mis amores.
 
Así viví en Cuba cuatro años, arrastrando una existencia oscura y triste, cargado con los recuerdos de la Patria y la amargura de los desengaños.
Cuba, país de esclavos; no había conocido yo tan fatídica y degradante institución, y ni siquiera había podido tener una idea cabal de lo que era eso, tan fue así que me quedé espantado al encontrarme en aquella sociedad donde se despreciaba y explotaba al hombre por el hombre, de un modo inhumano y brutal.
 
Me encontraba en una situación excepcional de espíritu; pobre, sin dinero, sin relaciones valiosas, abatido, aislado entre los hombres. La pena y el dolor buscan al dolor y a la pena para asociarse, los que sufren pronto se hermanan. Solamente las almas degradadas se van a curar de sus quebrantos a la orgía y el festín. Muy pronto me sentí yo adherido al ser que más sufría en Cuba y sobre el cual pesaba una gran desgracia: el negro esclavo. Entonces fue que realmente supe que yo era capaz de amar a los hombres.
 
En esta situación de ánimo, me encontré con la Conspiración Cubana que ya germinaba en el país, dirigida y capitaneada por sus principales hombres, y para mayor abundamiento, mi residencia era en la comarca en donde también existía el foco principal de la Conspiración, a donde yo había cultivado mis relaciones y me había hecho querer de la gente de los campos. Inútil es decir que enseguida quedé afiliado en la lista de los conspiradores, y sin entendérmelas con la «Gran Junta» empecé por mi propia cuenta, a hacer preparativos entre mis amigos y conocidos del campo, que desde aquel momento naturalmente procuré aumentar en número haciéndome más popular y dadivoso. Pero así y todo, me encontré en una situación bien extraña y peligrosa, pues el hecho de haber ido yo con los españoles a Cuba fue causa para que algunos de los conspiradores no me tuvieran confianza, y por otra parte las autoridades rurales españolas tenían orden de vigilar mis pasos; pero como estos destinos eran desempeñados en su mayor parte por gente criolla, a cuyas familias buen cuidado tenía yo de dispensarles mucho cariño y mucho respeto, logré despertar en ellos tantas simpatías que sobrepusieron éstas al celo que debían tener por el gobierno español.
 
Como cuatro o cinco meses pasé en esta situación angustiosa y comprometida, pues al ser perseguido por el Gobierno en caso de denuncia, no contaba, de seguro, con el amparo de los cubanos; porque al estado en que habían llegado las cosas, yo era para ellos de todos modos, un hombre peligroso, tan peligroso estando libre como en la cárcel.
 
El secreto de una conspiración siempre ha constituido un gran peligro para el que lo posee; pero por circunstancias especiales pocas vidas corrían tanto riesgo como la mía durante el período de incubación de la Revolución Cubana; podía, por denuncia, ser apresado y fusilado por el gobierno español y podía ser muerto misteriosamente por desconfianza y por mandato de los conspiradores; partiendo del principio de que no se conocen medios malos para salvar de sus peligros a las revoluciones buenas. No obstante, no me intimidó lo crítico de mi posición y seguí recto el propósito, con toda la fe y el entusiasmo de mis 25 años, y enamorado de aquel ideal generoso y noble. Soñaba con Bolívar, San Martín, Robespierre, Garibaldi y toda esa gente loca y guapa, pero soñaba despierto.
 
Para que la Revolución me encontrara más y mejor expedito, acababa de cubrir con el polvo de la tierra los restos mortales de mi anciana madre. ¡Quién sabe, pensé yo enjugándome las lágrimas, si su espíritu me proteja y defienda! Mis dos hermanas solteras debían quedar al lado de otra hermana casada. Había quedado huérfano absolutamente, pues el hombre nunca lo es cuando Dios le deja a la madre aunque se lleve al padre o viceversa; yo que acababa de enterrarla a Ella, me proponía tener otra: la Revolución.
 
No para el tiempo su carro tirado por las horas, él avanza y todo lo termina o consuma; nos encontró el año 1868 enemigos encubiertos de España en Cuba, pero no bien organizados, para una lucha como tenía que ser aquélla; mas no siendo prudente esperar más tiempo fue necesario precipitar el alzamiento, y el día 10 de Octubre del mismo año sonó para la esclava Antilla, la hora de la Justicia, de las vindicaciones y de la lucha más desastrosa y cruenta que registra la historia de América.
 
De un lado apareció un puñado de patriotas republicanos, casi desarmados, sin recursos e ignorantes del arte de la guerra; del otro, los soldados de la Monarquía; 100 000 hombres bien armados y ricos en recursos de todo género y el país subyugado sirviéndole de poderoso auxiliar. En medio de la América libre, en esa desigual contienda, así luchamos 10 años, desamparados, solos y pobres.
 
Narrar los episodios horribles y sangrientos de aquella guerra sin cuartel, referir siquiera fuera a largos rasgos, la Historia grandiosa y sublime de aquella desigual lucha por la Libertad de un pueblo, eso sería más propio para escribir un libro, que no para unos simples apuntes personales.
 
Ocupando yo, desde un principio, puesto elevado en las filas de los patriotas debido a mis pocos conocimientos en el arte de la guerra, procuré ayudar a los cubanos durante aquella batalla permanente de los 10 años en su obra de Libertad, con todos mis esfuerzos, resolución, lealtad y abnegación. Durante esa década guerrera, jamás el sol de Cuba me calentó un día fuera del campamento o del campo de batalla; y cuando por desgracia para la infeliz Cuba, en daño para aquella Revolución Redentora, se entró allí en el período de política interior, y como era natural y lógica, la ambición y la codicia empezaron a ser terribles y funestos rivales del patriotismo puro y desinteresado, yo siempre, tanto con la palabra como con el ejemplo, traté de restablecer la concordia y ayudé a conservar el principio de autoridad para que fuera una realidad la unidad de acción sin la cual es dudoso el triunfo de las revoluciones.
 
A pesar de tan titánicos esfuerzos, de tantas abnegaciones y sacrificios consumados, la Revolución languidece al fin y de eso nace la idea de la Paz. Cuando se me consultó sobre asunto tan grave, aconsejé tomar la idea como mero ardid de guerra, para ver de lograr la unificación de nuestros elementos disgregados y que de aquella situación surgiera un Gobierno o Directorio para la Revolución, fuerte y enérgico, contando a la vez con el desprestigio en que debía caer el Jefe del Ejército enemigo y el Gobierno General de la colonia. Cuando todos veían perdida la Revolución yo la veía salvada por ese camino.
 
Concentrados y reunidos todos los patriotas con el fin de tratar de la Paz, de seguro que de lo menos que hubiéramos tratado hubiera sido de eso; seguramente el tema de conversación se inclinaría al mantenimiento de la guerra. La Revolución no sufría en aquellos instantes más que decaimiento, y de ese mal hubiera curado con la reorganización de todas sus fuerzas vivas; esa operación no era posible efectuarla porque el enemigo no daba tiempo. En un campamento de 100 hombres aislados era posible que la palabra hiciese eco, pero en un campo cubierto de 2 000 a 3 000 hombres armados, batalladores de 10 años, hubiera sido hasta peligroso verter la frase.
 
Pero mi idea, que fue acogida al principio, al fin no se llevó a cabo y se fue a parar derecho a la paz. La acepté sin protestar, que no correspondía a mí hacer eso, y ni tomé parte en indicar ninguna otra fórmula. Entendí que mi misión estaba terminada tristemente, pues ella era pelear al lado de los cubanos, y al desear ellos la paz mi presencia estaba de más allí.
 
En aquella guerra desastrosa de 10 años, había consumido inútilmente el valioso caudal de mi juventud y de mis fuerzas, ahora ya gastado, y por todo capital los andrajos de la miseria, era encontrarme parado ante un presente aterrador, teniendo de frente un porvenir tan oscuro como incierto; al lado del pesar por tantos ensueños de gloria desvanecidos, me abrumaba la idea de haber arrastrado a la desdicha que debían compartir conmigo a una mujer y tres hijos, pues me había casado durante la guerra. ¿Qué hacer, pues, en situación tan apurada y difícil?
 
El jefe enemigo, general Arsenio Martínez Campos, rico de oro y rebosando orgullo y satisfacción por un triunfo conseguido a tan poco costo, me hizo ofertas cuantiosísimas para que me quedase en el país ayudando a su reconstrucción, pero rechacé con energía todas esas ofertas, pues que no me pareció digno ni decoroso vivir pacífico, tranquilo y sumiso, a la sombra de la bandera que yo mismo había combatido durante 10 años con tanto tesón como lealtad. El dilema era delicado y serio, donde no cabían términos medios; o resuelto a emprender el camino del destierro hasta morir quizás, con alguna honra; o aceptar del general Martínez Campos su protección y amparo, envainando la espada en Cuba libre para ir a vivir a Cuba española y renunciando de este modo y para siempre de la Revolución, olvidando sus grandiosos recuerdos, confesándome vencido y jurando fidelidad a España; para después de todos estos sacrificios, recoger lo que era natural: el desprecio de los españoles.
 
Resuelto y sin miedo, dirigí mi rumbo a otras playas cubierto con mi gran infortunio, acompañado de mi esposa y tres niños y sin más amparo que Dios.
La isla de Jamaica, colonia inglesa, me dio hospitalidad, pero fui como un náufrago arrojado por la tempestad a país desierto porque de distinta raza y sin saber el idioma, nadie puede esperar nunca nada de los habitantes de aquella tierra, en donde desde el tiempo de sus aborígenes, el mismo Colón por poco se muere de hambre y soledad. El elemento cubano que allí había esperado largos años que le diéramos la Patria libre, se sintió indignado contra todos los que combatimos 10 años sin poder conseguir el triunfo. No contento el destino con mi precaria situación quiso agregar un nuevo suplicio a mi infortunio, pues pensando encontrar allí amigos compasivos, agradecidos y generosos, que me amparasen, es por el contrario gente apasionada y de limitados alcances: vieron en mí el primer factor de la Paz que concluyó con una guerra a que nunca fueron ellos a ayudar, de ahí que fuese yo el blanco de su injusto y enconado desprecio.
 
En aquella miseria y orfandad abrumadoras trabajo me costó desvanecer tan negra injusticia, y a fuerza de hacer luz y demostrando la verdad de los sucesos ocurridos en Cuba, logré al fin serenar la opinión y que se me juzgase con más justicia y menos pasión.
 
No hay mejor consuelo, no hay más firme y seguro amparo, para sentirse uno lleno de fortaleza en las desdichas e infortunios de esta vida, que una conciencia sin mancha y tranquila. En mi desventura, en mi miseria extrema, acosado por el desprecio de los cubanos de Jamaica, pero con mi mente llena siempre de grandes recuerdos; mi familia, dispersa; mis compañeros muertos, mis amigos dispersos también, el aislamiento entre los hombres que es más triste que la soledad en el desierto; yo, sin embargo, sentía una esperanza y un consuelo que me hacían tranquilo y resignado.
 
Después, como no hay médico más insigne para curar todos los males, como es el Trabajo, a él me he dedicado con ahínco y no me ha faltado pan para mis hijos.
No se ha rematado la obra, aún vive España en Cuba. Su poder se sienta sobre las puntas de las bayonetas y como ni aun los gobiernos legítimos son eternos, veremos cómo se resuelve el destino de Cuba”.

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