Pocas veces en la historia universal podríamos encontrar un general combatiente que manejara con absoluta maestría las dos espadas, la de acero y la de la elocuencia. Con una derrotó ejércitos, con la otra conquistó pueblos. Pericles (495 AC– 429 AC), el líder político de Atenas durante más de 30 años, pero reelecto en cada ocasión.
¿Qué otro militar en el mundo pudo dominar con mayor destreza su metal de lucha como lo hizo este experto de la espada? Las narraciones que dan cuenta de las imágenes de Pericles con su espadín resplandeciente en faenas de ataques fueron dignas de ser plasmadas en un lienzo para el asombro de la posteridad, porque con seguridad no volverán a repetirse.
Su mano derecha empuñando su larga y puntera herramienta de defensa y rechazando las embestidas que pretendían traspasar su cuerpo parecían instruidas clases de esgrima, con la diferencia de que el peligro mortal a que se exponía el maestro lo podía hacer pagar con su vida el más simple error. Pero no, sus guardias cual alumnos terminaban asombrados ver este general burlarse de todos los riesgos en la pelea, como solamente sucedería en los episodios de las epopeyas.
Ciertamente, si su sólida barra enfilada por las dos caras fue firme, también tuvo eficacia su “sable verbal” con voz de plomo. Pericles, al final de cada contienda y en sus famosos discursos fúnebres en “loor a loa caídos”, hacía del campo de batalla el púlpito de una iglesia para dirigirse a sus luchadores y cuyos sermones persuasivos lograban arrodillar a sus adeptos que lo seguían con la misma devoción que los apóstoles a Cristo, aunque siglos después. Indubitablemente, sus extraordinarias condiciones de orador solo encontraban competencia en el filo de su otra espada, y si esta última fallaba, la espada de la elocuencia suplía tal dificultad.
En ese aspecto se le preguntó a uno de sus rivales, “-¿quién es mejor luchador, tú o Pericles?”. El adversario respondió sin titubeos, “-Pericles, porque incluso cuando está derrotado es capaz de convencer a la audiencia de que ha ganado”. Decía la verdad, porque Pericles también vencía con la espada de su oratoria.
Pericles, de personalidad intachable y serena como un mar sin olas. De valor semejante a ciertas fieras que defienden con bravura su espacio vital. De genialidad ilimitada, una liebre con cerebro y cuerpo humano. Su audacia política bautizó una centuria: “El siglo de Pericles”. Y su influencia en el desarrollo de las formas de gobiernos es una marca indeleble, “El padre de la democracia”.
Su rostro y su figura vivientes parecían de momento una de las estatuas diseñadas por el mejor y más brillante escultor de Grecia, Fidias. Con la única diferencia, de que los materiales usados por el artista jamás pudieran proyectar con la nitidez requerida la figura real y auténtica del verdadero Pericles.
Quienes quisieran saber las cualidades de este insigne guerrero que lean a los historiadores de su época Tucídides y Plutarco, con el cuidado de no dejar que la emoción le empañe los ojos. Ambos escritores resaltan cómo en el momento de mayor tensión de una guerra, caracterizado por luchas sin cuartel, cuando los nervios no encuentran fórmula para la tranquilidad, Pericles en cambio, lucía una calma insólita, una flema exagerada hasta el colmo de enseñar en su boca una sonrisa.
¡Calma! Si calma. Lo que sus contrarios no imaginaban era que, esa serenidad tan solo significaba el “ojo de la tormenta”, pues detrás de su paz fingida se desencadenaban ráfagas de iras que destruían las posiciones enemigas hasta el polvo y la ceniza.
Como gobernante Pericles constituyó el orgullo de los atenienses, porque antes de su llegada al poder ninguna otra ciudad había alcanzado el esplendor en sus construcciones (Acrópolis, Partenón, propileos) que le impregnó este sorprendente general impulsador de las artes en sentido global: pintura, teatro, danzas, escultura, literatura.
Hasta el día de hoy, cuando estas ruinas sobrevivientes del tiempo nos llenan de admiración, porque terminamos reconociendo que gracias a Pericles la ciudad Estado de Atenas representó el símbolo universal de la cultura y el saber. Por esas razones en la era colonial, cuando Santo Domingo se convirtió en el centro cultural del continente descubierto, se le llamó la “Atenas del Nuevo Mundo”.
La idea del gobernante culto que luego expondría Platón en “La República”, se vio anticipadamente plasmada en Pericles. Fue alumno del prestigioso filósofo Anaxágoras, discípulo del pensador Zenón, amigo del también filósofo Protágoras y del historiador Heródoto.
Igualmente, Pericles asistía con frecuencia a la puesta en escena de las obras teatrales de los dramaturgos Eurípides y Sófocles. E incluso, en el año de 472 AC, tuvo el honor de ser el presentador de la obra teatral “Los persas” de Esquilo. Quizás pocos estadistas puedan alcanzar la estatura de este grande hombre que aun decenas de siglos después no ha dejado de seguir ascendiendo.
Para recordar a Pericles por sus elevados méritos, un clarín solitario tocado con la ternura que los dioses glorifican lo sublime, debería sonar desde el Partenón hasta la Acrópolis en el corazón de Atenas, para rendir eterno respeto al general de las dos espadas. La de acero, durante el día, deberá estar simbolizada en los refulgentes rayos del sol; la de la elocuencia, durante la noche, estará representada en la voz musical de Calíope en un canto épico a las estrellas. Y al contemplar la grandiosidad de todas estas construcciones del arte, se deberá cerrar el homenaje con toques intensos de tambores y con las mismas palabras exclamadas por Pericles: “¡La tumba de los héroes es el universo entero!”.
