Uruguay: Punta del Este, toda seducción

Mi pie derecho apretaba el piso del auto y el que más sufría era mi acelerador. Estábamos muy ansiosos por llegar en nuestro breve viaje de la Paloma a Punta del Este, allí donde el sol montó su templo en la República Oriental del Uruguay, suerte que tan solo nos separaban 130 kilómetros.
 
Teníamos noticias de que varios periodistas de distintos países se encontraban alojados en el hotel Jamaica. La única referencia que teníamos era que estaba detrás del Conrad. Sentadito en la punta del asiento trasero viajaba mi colega de Ecuador Guido Calderón, el hacía de copiloto de rally. Entre sus manos lo protegía como si fuera un polluelo, lo exprimía y movía nervioso, mientras sus dedos aprovechaban y le llenaban la cara al GPS. A viva voz me iba dando indicaciones. Era la auténtica búsqueda del tesoro.
 
Por fin se escuchó: ¡Allí esta! El griterío en el habitáculo del auto era ensordecedor. Rápidamente salieron a saludarnos nuestros colegas de distintos países y así dimos por iniciada la nueva reunión de Visión, la Asociación de Periodistas Internacionales de Turismo. Una ajustada agenda nos mantendría ocupados por más de diez días. En pocos minutos más nos pasarían a buscar para dar un recorrido por esta magnífica ciudad balnearia, la codiciada, la única Punta del Este.
 
Hicimos el check in en el hotel y  nos distribuyeron las habitaciones. La clásica revolcada de las valijas. Debíamos asegurarnos de llevar la máquina de fotos y verificar la carga de las pilas, es la nueva tecnología que debemos cargar en todos los viajes. Sin quererlo ya estábamos arriba del ómnibus y nuestros guías nos iban repitiendo cifras y nombres sin cesar.
 
Recorrimos el pintoresco puerto deportivo de la Virgen de la Candelaria, descubierto por uno de mis más famosos tíos, Don Juan Díaz de Solís.  Atestado de costosísimas embarcaciones, este  fue uno de los primeros puntos que recibieron todos los disparos de nuestras máquinas fotográficas. Descargamos en él toda la adrenalina del viaje. A mí particularmente me hizo poner nostálgico y recordar a Puerto Banus en España.
 
Seguimos en nuestro recorrido y llegamos a la punta de la península. Vimos cómo las aguas se unían en un abrazo eterno de colores y sabores, en interminables besos de espumas. Allí se juntan las aguas dulces del Río de la Plata y las saladas del océano Atlántico.
 
Rápidamente estábamos fotografiando los famosos Dedos,  muy cercanos a la parada 2 de la playa Brava, uno de los lugares más atractivo para la “Foto” de Punta del Este. Siempre está rodeado de turistas que cámara en mano quieren inmortalizar su silueta. La magnífica obra del artista chileno Mario Irazábal Covarrubias es hoy uno de los iconos más representativo de los esteños. Sus imágenes con cientos de caras de turistas de distintos países recorren el mundo identificándolos. Personalmente, cuando los veo me imagino detrás de ellos a la ciudad de Punta el Este. Siempre que puedo paso por allí. Originalmente el artista quiso prevenir a los bañistas de un posible accidente en el mar. Para mí es un canto a la vida esa mano buscando el inmortal cielo.
 
A estas magnificas playas llegan hoy grandes cruceros que vienen recorriendo distintos puertos. Es este uno de los principales atractivos de la ruta prevista dándole un movimiento importante de turistas extranjeros. Poco a poco recorrimos toda la Costa Brava,  en su orilla existe una importante oferta hotelera, edificios y construcciones de muchísimo valor rodeados de jardines ordenados, regados y florecientes, adornados de multicolores flores que le dan un marco especial a toda esta magnífica red edilicia.
 
Fuimos directamente a la famosa Barra de Maldonado, unos de los puntos de reunión del glamour todos los veranos. Allí se practican todo tipo de deportes náuticos y adoran al Sol las siluetas femeninas con muy poca tela encima. El puente ondulado que une a las dos orillas -así se lo conoce por su forma- es una obra arquitectónica de una osadía total y hace del lugar algo muy pintoresco. Atravesarlo nos da una sensación muy extraña en nuestros estómagos, que se traducen en sonrisas y griterío, tal como ocurrió en nuestra combi, provocando un momento muy divertido.
 
Ante el reclamo de todos fuimos hacia Punta Ballena, recorrimos los pocos kilómetros que nos separaban de ella, no más de 15, ansiosos por conocer este maravilloso lugar y dispuestos a regalarnos un magnífico atardecer, conocedores de esta punta de piedras que arriesgadamente se mete en el mar y tiene el placer de cobijar entre sus rocas a Casa Pueblo.
 
Es este un lugar muy especial que fue creado por un personaje muy mimado por los uruguayos: Carlos Paez Vilaró, recientemente fallecido. En su mente de artista fabricó este magnífico lugar y lo fue desarrollando a través de los años. En su interior cobija un hotel de  cuatro estrellas, un museo y una galería de arte. Su estructura muy blanca se destaca desde muy lejos entre las rocas. Convierte a esta punta saliente de piedras en un paraíso. El lugar tiene un aspecto muy particular cuando  lo invade el reflejo del sol al ocultarse, convirtiéndole en el “Santuario de la Bohemia”.
 
Nuestro transporte regresaba con las primeras sombras, la ruta costeaba el mar y la blanca espuma sacudía su cabellera sobre las limpias arenas costeras. Viajaba semidormido y meditaba… Es que cuando encontramos estos lugares tan bellos los “turistólogos” acostumbramos a usar una frase muy conocida, y muy ceremoniosos decimos: “Aquí estuvo la mano de Dios”. En silencio y muy para mis adentros pensaba en el privilegio de los uruguayos: haber encontrado a Dios en un día muy descansado, muy creativo y en el que no usó solamente una mano sino las dos, y hasta quizás a algún ayudante. Es que le dio tanta belleza a Punta el Este. Su imaginación y su buen gusto son notables. Lo único que se me ocurrió susurrar fue: ¡Gran Genio!
 
Nos dejaron en la puerta del hotel y nos dieron una hora para bajar bañaditos y perfumados. La cena prometía, nuestro próximo anfitrión sería el gran hotel Conrad Punta del Este Resort & Casino, un cinco estrellas emblemático de este destino, con casi 300 habitaciones, cinco restaurantes, un completo spa y un gran casino, en un lugar preferencial frente al mar.
 
Muy puntuales ingresábamos triunfantes y hambrientos al restaurante Las Brisas del gran complejo. Una pequeña ceremonia con las autoridades del lugar, regalos y la esperada orden: ¡A comer! Estas fueron las sugerencias del chef: Salad Bar, Sopa de pollo y verduras, Wrap de atún y vegetales asados. Principales: Picaña con papa al plomo, Spaghetti con salsa de hongos y Panceta con hierbas, Pesca del día con salsa de Puerro y azafrán. Buffet de postres.
 
En mi caso, partí como un enajenado con mi plato y el tenedor armado como para ir a las cruzadas. Mi objetivo era la mesa del Salad Bar, muy abundante y variado. Pese a que quise ser mesurado casi lo hago explotar. Todo regado por un abundante tinto muy rico servido a discreción. Mi plato principal: ¡Carne! Picaña. Allí me demostraron  la bondad de la cocina, se pidieron dos de ellas, una jugosa la mía y la otra a punto, las dos llegaron al mismo tiempo y con cocción exacta para cada uno. Caliente. Una exquisitez. Los postres fueron un capítulo aparte.
 
Un rápido recreo por la sala de juego, muchos de mis colegas despuntaron el vicio. A mí ya hace tiempo que este bichito me dejó de picar. Lentamente nos fuimos retirando. Nos esperaba, desde muy temprano, un día agotador por las playas de Piriápolis. Muy pronto las sábanas suaves y la agradable temperatura me envolvieron en un magnifico sueño.

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