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Moral- El arte de vivir. Diálogo imaginario con el sacerdote Juan Luis Lorda. El horizonte de la libertad

LA VOZ DE LOS QUE NO LA TIENEN ||
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Néstor: La toma de decisión es sumamente delicada. ¿Es la conciencia la parte vital de esta acción?
 
Lorda: Correcto, la conciencia se pone en juego en cada decisión: o impone su verdad sobre la conducta o es despreciada por una decisión que la contradice o la hace callar. En el primer caso, somos nosotros quienes obramos, en el segundo, es algo de nosotros: nuestras aficiones, nuestra pereza, el miedo a que dirán. En el primer caso, hay un núcleo de libertad que dirige la conducta, en el segundo en como si sólo fuéramos un manojo de tendencia que luchan por imponerse dentro de nosotros.
 
Néstor: ¿Si actuamos de acuerdo a la justa razón aumentamos el dominio sobre la debilidad?
 
Lorda: Si somos fieles a lo que la conciencia ve, crecen las virtudes que dominan la debilidad: se aprende a poner medida a los bienes, a cumplir con los deberes a pesar de la pereza, y a ser independientes del ambiente. Al crecer las virtudes, el espacio de la conciencia se ensancha: tiene más holgura, está menos ocupada por los sentimientos y crece la libertad interior. Hay un efecto de espiral que sube hacia la perfección del hombre, hacia la rectitud. Ser fieles a la voz de la conciencia hace crecer las virtudes y, al mismo tiempo, el crecimiento de las virtudes protege el funcionamiento de la conciencia.
 
Néstor: ¿Por qué una decisión nos empuja al fracaso?
 
Lorda: Sencillamente el resultado es negativo, un total fracaso: por haber obrado contra la conciencia, la debilidad se acentúa y la libertad se pierde. Todos tenemos esa experiencia, porque todos somos débiles y obramos mal muchas veces, los sentimientos se maleducan y nos arrastran, o nos atacan según sus caprichos. Obrar en contra de la conciencia produce una espiral hacia abajo,  hacia la incoherencia; es como si el hombre se disolviera por dentro. Por eso es tan importante detener ese proceso degenerativo que continuamente se inician, arrepentirse y volver a empezar. Todas las veces que sea necesario. Solo quien sabe arrepentirse protege su conciencia. Perder la luz de la conciencia es la enfermedad más grave de todas: es la enfermedad que suprime la libertad interior: le quita su espacio natural. No es una enfermedad fisiológica, por eso no produce dolor. No es una enfermedad real, que destruye el núcleo mismo de la personalidad y nos lleva a vivir en la mentira. Para evitarlo, hay que rectificar siempre que sea preciso.
 
A todos nos humilla la experiencia de la debilidad, confesar que obramos mal y tener que rectificar. Por eso, fácilmente justificamos las malas acciones, no sólo en concreto, sino incluso teóricamente. El que tienen la habilidad de robar, fácilmente acaba pensando que todos hacen lo mismo: “Cree el ladrón que todo son de su condición”. Reza un viejo refrán castellano. Por su parte, Cicerón lo ha expresado con gran rotundidad: “En un corazón podrido por las pasiones hay siempre razones ocultas para encontrar falso lo verdadero; del fondo de la naturaleza desviada se elevan brumas que oscurecen la inteligencia. Nos convencemos fácilmente de lo que queremos y cuando el corazón se entregue a la seducción del placer, la razón se abandona en brazos de la falsedad de justicia”. (De natura de decorum, 1,54).
 

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