La ciudad ajena

¿Qué es una ciudad ajena? Aquella que no nos pertenece porque  crece sin valorar a sus usuarios, que se van quedando carentes de espacios para el libre tránsito y sin lugares  de esparcimiento. En una ciudad ajena caminar para los que tienen ojos es cada día más riesgoso, puesto que millares de hidrantes no tienen tapas y porque para los faltos de visión la metrópolis se convierte en una tumba abierta, pues que importa si en definitiva “ojos que no ven corazones que no sienten”. Ciertamente es innegable que para los que padecen de alguna discapacidad la urbe no le corresponde, es de otros.
 
En ese ámbito de lo urbanístico, creo que a nivel mundial ningún otro arquitecto haya sentido su profesión con mayor intensidad estética y social que el genio de Le Corbusier (1887-1965). Para él, con el pensamiento puesto en la metrópolis, “la arquitectura es cosa de arte, un fenómeno de emociones, que queda fuera y más allá de las cuestiones constructivas”, y que tiene que considerar en primer plano a los seres humanos.
 
Entonces una urbe debe ser el espejo en el que se reflejan los intereses de los ciudadanos como expresión de sus quehaceres cotidianos. La ciudad está obligada a valorar las penurias de los diversos sectores de la sociedad y a ajustar sus planes a ellas, presupuestando y ejecutando obras que satisfagan esas urgencias.
 
Si como dijo Manuel del Cabral “la calle es una historia que camina”, la ciudad resume todas esas experiencias entramadas en sus vías y edificaciones que hacen de ella un organismo vivo. De esa forma lo trató el escritor norteamericano John Dos Passo en su novela “Manhattan Transfer”. Su moraleja parece cercana: La ciudad no puede marchar de espalda ni ajena a sus transeúntes, que son esencialmente la razón de su existencia.
 
Y los discapacitados no deben ser olvidados por los organismos de Planificación Urbana, que no valora sus dificultades. Una silla de rueda es un peligro público para quien la usa en las calles de la cuidad ajena, en la cual se aprecian a no videntes, inválidos y personas con otras discapacidades pasando trabajo al momento de transitar en la vía pública.
 
Una ciudad sin sensibilidad es un fantasma que amenaza a 30 mil dominicanos que padecen de ceguera, sin contar a cerca de 80 mil con dificultades visuales. Nadie duda que marcha muy mal una urbe que no brinde facilidades a los millares de personas con problemas en sus piernas, para ellos los semáforos y las líneas que permiten el paso no existen. Tampoco los policías que rara vez les ayudan, por no hablar de aquellos monstruos que se atreven a gritar “ciego del diablo quítate del medio”.
 
Los ayuntamientos del país tienen la solución en sus manos. Breves resoluciones edilicias resolverían estos inconvenientes municipales que están afectando la vida de los discapacitados. Es tiempo de recuperar la urbe para beneficio de quienes la aprecian como ajena a ellos. Ese gesto le dará un alto nivel de humanidad a la cuidad de todos.

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