El pueblo norteamericano ha seleccionado del rico parnaso de su historia, a hombres y mujeres de indudable trascendencia y valor, para elevarlos a los altares patrios y convertirlos en seres de adoración y respeto. George Washington, Thomas Jefferson, John Adams, Benjamín Franklin y Franklin D. Roosevelt, son solo algunos nombres de esta lista interminable.
La historia universal, por su parte, destaca a un selecto grupo de personajes que no solo se convirtieron en gigantes por que fueron presidentes, guerreros, científicos o grandes personalidades de un país o nación, sino porque con su vida y acciones rompieron todas las barreras que el ser humano ha ido colocando para separar a los hombres entre si y lograron, para beneplácito de la raza humana, derrotar el odio, la guerra, la venganza y la humillación. Uno de ellos fue Abraham Lincoln, quien en mi humilde consideración, es el personaje más influyente y universal de la historia de los Estados Unidos.
Lincoln no es un gigante de la historia por el mérito de haber derrotado a los confederados secesionistas, ni por haber salvado a los Estados Unidos de la división, lo cual se puede entender como una victoria en favor de los intereses particulares del pueblo norteamericano, sino por haber sido el protagonista de una acción que luego le costaría su propia vida, pero que redefinió por completo el perfil de esa sociedad y la de una buena parte del mundo: La abolición de la esclavitud y la liberación de los negros en los Estados Confederados del Sur.
Su voluntad inquebrantable convirtió a millones de esclavos en seres libres. A través de la enmienda XIII a la constitución norteamericana, promovió y definió los derechos civiles y ciudadanos de estos hombres y mujeres, quienes a partir de entonces pasaron a ser parte de lo que se conoce como la raza humana. Homo Sapiens considerados y tratados como animales domésticos y que podían ser vendidos y canjeados como cualquier mercancía al mejor postor, pasaron a ser trabajadores asalariados en fábricas artesanales, campesinos libres, pequeños comerciantes y muchos de ellos hasta optaron por estudiar, ir a las universidades y hacerse de diplomas y grados profesionales.
Naturalmente, este proceso de adquisición y ejercicio de derechos no se dio de la noche a la mañana. El tiempo que ha transcurrido desde la proclamación de la emancipación en 1863 y la abolición total de este oprobioso régimen, a la elección de un hombre de raza negra como presidente de los Estados Unidos, ha sido largo y tortuoso.
El sentido de este recorrido histórico y su semejanza y paralelismo con la realidad actual que viven millones de personas en el mundo, plantea la premisa para el análisis y tratamiento de un tema que en estos momentos está sacudiendo cimientos importantes de la sociedad norteamericana y que ha venido a constituirse, como lo fue en su momento el tema de la esclavitud, en el centro de un debate que tiene divididos a los ciudadanos de ese País.
La ley para la reforma migratoria que actualmente circula en el congreso de Los Estados Unidos, se erige como un nuevo e histórico acto de emancipación de derechos civiles y ciudadanos, que abarca un número de beneficiarios muy superior a los 4 millones de esclavos que fueron favorecidos por la “XIII Enmienda Constitucional de 1865”. Once millones de personas que habitan ese país en calidad de residentes ilegales, han puesto en manos de los congresistas norteamericanos, el futuro de sus vidas y el de sus familias. La mayoría proviene de México (59%), El Salvador (6%), Guatemala (5%) y Honduras (3%). Muchos también son inmigrantes de la Republica Dominicana, Haití y otros países del Caribe.
Seres humanos que, al igual que los negros esclavos emancipados por Lincoln, viven una vida miserable, huyendo de la persecución de las autoridades de inmigración, hacinándose en cuartuchos en condiciones deplorables, separados de su esposas e hijos por la insalvable distancia legal que le impone el autoexilio. Son semiesclavos que trabajan por sueldos de miseria, sin exigir consideración y derecho, que se mueven en las calles sin protección, que no tienen atención medica legal y que no pueden accesar ni a las escuelas ni a las universidades.
Barak Obama, el primer presidente negro de los Estados Unidos, descendiente directo de una raza que fue esclavizada en su propio país, ha puesto en acción la corriente emancipadora de esta nueva clase de esclavos. Interpretando y despertando el sentimiento liberador de esta gente. El Presidente Obama, similar a como lo hiciera Abraham Lincoln, hace casi 150 años, ha conducido a políticos, congresistas, comunicadores y funcionarios a activar el motor de la maquinaria legal que tiene que incidir y decidir sobre la solución del caso de estos once millones de indocumentados.
Las trabas y barreras a romper son muchas y variadas. Los grupos nacionalistas radicales tienen armas poderosas con la que intentan a diario bloquear la iniciativa de reforma migratoria inspirada por el Presidente Obama, y un número importante de congresistas. Las deportaciones de indocumentados son masivas, solo en el 2012 fueron expulsados de los Estados Unidos 409,849 inmigrantes y como en los mejores tiempos del régimen esclavista del sur, aun se destacan cazadores de inmigrantes, como el alguacil del condado de Maricopa (Arizona): Joe Arpaio, descendiente de inmigrante por demás, quien en los últimos tiempos ha demostrado condiciones de perseguidor tan excepcionales que en nada hubieran tenido que envidiar los brutales cazadores de esclavos del siglo XVIII y XIX.
La comunidad latina de los Estados Unidos, que ya se ha convertido, por encima de los afroamericanos, en la minoría de mayor incidencia en los asuntos políticos de ese País, y que demostró su poder electoral en las elecciones presidenciales de noviembre del 2012, contribuyendo de manera decisiva con el triunfo de Barak Obama, debe cerrar fila de manera unánime al lado del Presidente.
Todos reconocemos que los norteamericanos están en su derecho de proteger sus fronteras contra la inmigración ilegal. Así lo hacemos los dominicanos con la nuestra, los franceses con la suya, los españoles, los alemanes, los ingleses y todas las demás naciones que se encuentran en condición de vulnerabilidad frente a este fenómeno. Pero 11 millones de inmigrantes indocumentados es una realidad tan incontrovertible y humana como lo fue aquella corriente inmigratoria que pobló a los Estados Unidos, durante los siglos XIX y XX, y que motivo a esa nación a otorgarle la ciudadanía a millones de inmigrantes procedentes de Rusia, Alemania, Italia, China, Japón y de una multitud más de países, quienes luego se convirtieron en protagonistas fundamentales del desarrollo económico, social y cultural de esa gran nación.
A Barak Obama, como lo hiciera Abraham Lincoln, con los esclavos negros en 1863, le ha tocado levantar la bandera de la solidaridad y el apoyo en favor de esa población de inmigrantes indocumentados, numerosa pero indefensa. Su decisión no solo se valora como una acción de valentía, sino que al mismo tiempo terminará otorgándole una estatura que solo está reservada para los grandes líderes de la historia.
El Premio Nobel de la Paz que le otorgo la Academia de Estocolmo, en el año 2009 y que muchos consideraron prematuro, tendría sobrada justificación si Obama, es capaz de sobreponerse a los poderosos grupos que se oponen a la Reforma Migratoria, convirtiendo la aprobación de esta ley en un acto de emancipación a una multitud de hombres y mujeres, que sin ningún tipo de derecho que los ampare, viven una vida casi igual a la de los esclavos.
El pueblo norteamericano, abierto y solidario, como siempre, ha manifestado por medio de encuestas y otros mecanismos de expresión pública, su opinión favorable a la reforma migratoria. Esperemos que los congresistas sean capaces de interpretar ese sentimiento.
