Ciudad de Panamá: Un desordenado crecimiento

En cierta ocasión escuché decir que la ciudad de Panamá es un macarrón largo y estrecho con una boca verde y frondosa en su lado oeste y otra bastante fragosa en el este casi pelada de monte y muy castigada por el sol y el salitre del Pacífico.
 
Pero entre esos extremos existía una arquitectura de estilos yuxtapuestos donde los techos rojos, verdes y ocre teñían la ciudad de una policromía agradable de reproducir en lienzos de pintores locales o foráneos atraídos por la magia de aquella sorprendente e inigualable urbe.
 
Si la provincia de Colón -donde está lo zona libre- es el lomo atlántico del istmo, la de Panamá es su barriga en el Pacífico. Arriba está el puerto Cristóbal, abajo su enlace Balboa en el Golfo y la Bahía de Panamá, los puntos extremos del Canal.
 
Golfo, bahía, Canal y puerto determinan la configuración de esta urbe fundada el 15 de agosto de 1519 por Pedro Arias Dávila (Pedrarias) en el extremo este -primera villa española en el Pacífico americano-, y trasladada en 1671 a su lugar actual tras el saqueo a que la sometió el pirata Henry Morgan.
 
La modernidad, una maza de cantera que necesita golpear duro lo establecido para establecerse a sí misma, y las épocas económicas históricas de Panamá limitadas a la construcción y entrada en operaciones del Canal, marcaron una evolución en esa arquitectura que ha ido transformando de forma radical el rostro de la ciudad.
 
Aquella acuarela de la techumbre que deslumbró al artista tanto como La Habana a Portocarrero, ha ido desapareciendo, y las columnas y arcos en portales españoles y canteros de helechos, están siendo suplantados inexorablemente por un sembrado caótico y descomunal de cemento y cabilla nada singular o único.
 
La ciudad de Panamá quiere tocar las nubes como pretenden Nueva York, Dubai o Singapur con sus elevados rascacielos, e incluso intenta emularlas. Ya aquel viejo macarrón no lo parece tanto. Dos mil 500 torres de hasta 70 pisos han brotado de sus entrañas para armar un bosque de hormigón que encandila y ahoga.
 
Se ha creado en dos décadas, gracias a la posición privilegiada de compuerta natural entre los océanos Pacífico y Atlántico, una urbe contradictoria, caótica y ecléctica, de afanes de primer mundo que forran un esqueleto tercermundista con los problemas propios de un subdesarrollo secular.    Pero la modernidad seguirá avanzando sin apelación en la ciudad porque Panamá se ha convertido en un Amazonas de la economía mundial a la cual oxigena desde su centro financiero y la Zona Libre de Colón, aunque seguirá condicionando su crecimiento y funciones urbanas a su litoral y el Canal.
 
Precisamente la estrechez de su trazado es responsable de su incontrolable crecimiento lineal y casi unidireccional, de este a oeste, impidiendo un desarrollo urbano en forma concéntrica con un núcleo central como sucede en casi todas las ciudades del mundo.
 
Esa característica ha determinado que sus centros tradicionales, como Calidonia o el Casco Viejo, sean ya periféricos, y mientras más se pueblan de rascacielos las modernas zonas comerciales y financieras, más marginales aparentan ser.
 
Pero el atractivo del Canal, en su punta oeste y en las faldas del Cerro Ancón, no dejará de ser un gancho de oro para el turista ansioso de recorrer los 80 kilómetros que separan al Atlántico del Pacífico, y oler el aroma tropical que desprenden los cercanos montes de Gamboa antes de meterse en las aguas del Gatún, el lago sin el cual la vía interoceánica hubiera sido
casi imposible.
 
El interior del país, en contraste, no es meta de esa modernidad y esa discriminación ha determinado un desplazamiento de la población hacia la capital que concentra al 50 por ciento de sus tres y medio millones de habitantes.
 
De alguna manera ese hecho contribuye al auge inmobiliario que se mantiene a un ritmo alto principalmente en el sector central y costero imitando más a Nueva York, desbordando los límites espacio urbano-infraestructura y amenazando el equilibrio población-servicios.
 
Los planes de inversión del gobierno son multimillonarios, como la construcción del Metro y la ampliación vial, pues la estrechez geofísica de la ciudad actúa como una camisa de fuerza que constriñe su expansión lateral pero no frena el crecimiento automor y su desproporcionada densidad vehicular.
 
La proliferación de edificios que dejan a los techos rojos en estado de extinción, atestiguan que esta ciudad no está preparada para aceptar el impacto negativo del exagerado crecimiento urbano a que está siendo sometida y lo más preocupante es que la idea de convertirla en un Dubai o un Singapur alegra corazones.
 
Abordando ese tema, un analista apuntaba hace unos días que  no ha existido una legislación que regule el crecimiento urbano o que haya favorecido algún modelo de ciudad con un tejido coherente, sino más bien responde a un proceso de auténtica desurbanización, de urbe inconexa y caótica, de anti-ciudad.

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