Triste madrugada

Es el título quién describe paso a paso lo ocurrido aquel 12 de agosto de 2003, siendo apenas a las 3 de la madrugada, y después de haber pasado por unos años tan amargos, como fueron los últimos cuatro años en la vida de mí padre.

Ese día, ya próximo a lo que sería un viaje de ida sin regreso, en un abrir y cerrar los ojos, cuando unos dormían y otros velaban, lo sorprendió la muerte.

El cáncer de laringe de Lucas García Durán, constituyó un panorama, que si se quiere decir así, fue el inicio del fin de una vida funesta, para aquel hombre que había pasado parte de su vida trabajando de sol a sol. Nunca había dicho me duele una muela, me duele la cabeza. Cuando de pronto apareció un ganglio en su garganta que marcó los últimos años de su vida.

De inmediato, sin dar tiempo a que este mal se regara como pólvora y afectara otras partes de su cuerpo, lo trasladamos a un centro médico, con el miedo de lo que éste dijera lo que ya su hija como médico había diagnosticado por su experiencia con otros pacientes.

Llega el día, la hora, se le hacen los estudios de lugar y después de un largo día de espera se llama a la familia y le dicen lo que todos sospechaban: “un cáncer linfático”. Oh Dios, que tragedia para una familia que apenas contaba con cuatro miembros, y que para ese entonces, un (C,A) era y es, algo que lleva nuestros pensamientos de inmediato a pensar, ¡la muerte!

Comienza el proceso de sobrevivencia para ese paciente. Él haciéndose el fuerte, sus familiares lloraban a escondidas, pero también hacían lo mismo “fortaleza”. Trataban de hacerse fuertes para no dar muestra de debilidad a aquel hombre que nunca se vio llorar por nada.
Cuando se inicia el proceso de quimioterapia, ay Dios, que fuerte, nadie quiere ver los resultados de este proceso, nadie quiere estar allí y ver el dolor tan grande que recibe un paciente cuando le están poniendo estos medicamentos. Pasan estos días. Aquí comienza un nuevo proceso, no puede comer su cuerpo está hecho una porquería, fiebres fuertes, dolores por todas partes, etc.

Siguen los medicamentos haciendo sus efectos. Más grave aún para quienes tienen que ir viendo paso por paso aquellas escenas tan crueles, como la caída del pelo. Los familiares, con un manejo de la situación un tanto errada, creyendo que él no sabía lo que tenía. No querían que se mirara en un espejo, por temor a un estado de depresión.

Este proceso de incertidumbre duró más o menos un año. Al paso del tiempo recuperó el pelo, poco a poco probaba algo de comida, tenía más ánimo que sus parientes. Iba y venía de un lugar a otro, salía y podía con cierta timidez, como era su estilo, compartía con todos los que estaban a su alrededor.

Después de esta odisea a la que fue sometido, se les dice a los familiares que hay que iniciar otro tratamiento en el Instituto Oncológico, donde el que no está enfermo se enferma. Con mucha paciencia y con fe en que Dios lo iba curar como toda persona con fe, le indican 25 radioterapias. Perfecto, las primeras eran tan fuertes como la enfermedad misma.

Al paso de los días tenía la garganta que era la parte afectada, quemada, y con esta, otras partes del cuerpo. Ahí lo vi llorar varias veces, no podía comer nada, no hablaba claro, no tenía saliva.

Al cabo de un tiempo, para sorpresa de familiares y amigos, cuando finalizó el tratamiento, parecía recuperarse. Se puso de una contextura delgada como en el inicio de sus tratamientos, se mejoraba, con unos que otros inconvenientes, pero progresando, tratando de superar su enfermedad.

Ya las consultas que hacía al hospital eran como de rutina, el médico le dijo que podía verlo cada tres meses, porque él era de los pocos pacientes que se había curado. Que felicidad, tanto para él como para sus familiares.

Pasó aproximadamente un año, cuando de repente el corre, corre. Volvió para atrás como se dice en nuestro lenguaje popular; pero ahora afectando otros órganos importantes del cuerpo. Esto fue muy doloroso, lo que había sido una mejoría y un éxito se fue a pique. Sangraba constantemente por todas partes, ahora se deprimía, no tenía ánimos, no podía, ni quería comer. De verdad, ya sus más allegados estaban desesperados, porque su salud no mejoraba.

Él no dormía, pero tampoco sus parientes, porque cuando menos se esperaba, estaba sentado en la cama sangrando incesantemente, sin nada que hacer hasta no llegar a la clínica que, ya lo conocían tanto, corriendo iban en su auxilio.

Llegan los tres últimos meses: qué pena, qué dolor, cuando a esta persona con tantos bríos se le tiene que comunicar que su médico había ordenado su traslado al pueblito que lo vio pernotar por tantos años, el cual había tenido que “abandonar”, por su enfermedad. Se va con la esperanza de que un día, no sabía cuál, volvería a ver el médico que tanto lo asistió. Sus hijas, que con tanto amor y comprensión lo apoyaron en tan difícil situación, un alguien que sólo espera el día final para estar con Dios.

Cada día que pasa es desesperante. Aun así, mantiene la esperanza de volver a su vida cotidiana, a sus andanzas, a sus quehaceres. Todo quedó marcado aquella noche calurosa, aquella noche fúnebre, donde nadie podía dormir, ni siquiera las personas que apenas lo conocían. Y después de la desesperación para ese cuerpo que yacía en una cama, con un dolor que se veía en su rostro, era el infierno. Una voz que lo acompañaba en ese momento dice: ya díganle a todos, ¡Lucas murió!

¡Hasta que Dios quiera, padre mío!

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