En la altura estrellada de Santo Cerro, La Vega, el tres de julio de 1964, durante el cursillo número 15 de cristiandad el sacerdote Euribiades Concepción disertaba con tanta pureza que me hacía sentir alejado de todo lo humano. Concebir que Jesucristo es mi hermano mayor fue sublimizante y un compromiso que me envolvió en un amplio abrazo de ternura infinita.
AMAR. Comprendí el llamado: “Saulo porque me persigue”. Comencé a estudiar al ya convertido Pablo, me sentí tan penetrado que viví la comunicación enriquecedora del espíritu santo. Fue una zambullida en una fuerte corriente que me arrastra hasta el lugar que jamás había pensado: el trono del amor de Dios.
En la escuela de la vida a la que Dios me permite asistir por tantos años, he aprendido lo siguiente: cuando el hombre no tiene el hábito de hablar con Dios, o corta tan necesaria comunicación, sufre una dolorosa pobreza espiritual, por eso, no ama. No es feliz, carece de la infinita pureza.
Tiene un corazón cerrado, duro y no siente la tristeza y necesidades del pobre, del hambriento.
Cuando los seres humanos no actúan como la esencia de la vida reclama, es que no comprenden que le universo está hecho de una palabra olvidada. AMOR.
El hombre que no vive el amor, tiene dioses que lo arrastran, egoísmo, avaricia, mentira, traición, soledad, son enfermedades espirituales que lo esclavizan en lo malo.
Cuando “yo” navegaba con el capitán John Percival, sentía que él hablaba con el alma del océano y que todas sus manifestaciones eran de una sola cosa: amor al deber. Yo no conocía el mar y mi maestro capitán me enseñó a no tener miedo a lo desconocido porque cualquier persona es capaz de conquistar todo lo que quiere y necesita si es aficionado al amor. Sus consejos siguen ayudándome, amo a los hombres, a pesar de que algunos no me comprenden.
Cuando iba a entregar mi naturaleza al doctor Rafael Antún, momentos antes de la anestesia la doctora anestesióloga me dijo: que bueno que estas tan sereno, eso ayuda a la sanación. Le dije. Doctora he estado hablando con el señor, dándole gracias porque cuando el doctor Antún me explicó cómo sería la operación del cancel de próstata, yo veía en sus ojos la conjugación del amor y la ciencia. Me hablaba con el corazón en los labios, brindándome confianza, viví la iluminación de un médico de cuerpo y alma.
El amor de un hijo de Hipócrates es el gran medicamento contra las enfermedades físicas y espirituales. Es mi testimonio, lo aprendí cuando hablé con el doctor acerca del tigre silencioso. El cáncer.
Sabemos que no se necesita nada del exterior para aliviar las penurias, sólo abrir el corazón para que Dios oiga nuestro llamado y entre.
Estar en sí, en la buena costumbre de pertenecer a las necesidades ajenas. Eso es amor. Tener pleno poder de su persona, que es bueno de si mismo, es cubrir, estar en lo superior para darnos sin recelo. Eso es amor.
Dejar la soledad, luchar por resolver los males. Nada ni nadie está por encima del bienestar del hombre, de la familia dominicana, vencerse con la fuerza abrazadora de la ardiente lava de un corazón entregado. Eso es amor.
El que defiende a su gente no vive en sí, es el pueblo llano que vive en él. Eso es amor. Esto lo palpe cuando escuchaba y observaba a Mauricio Báez (1944) valiente abanderado de los derechos naturales del obrero portuario.
Mauricio se quedó en mis días y años como el sol que da vida con su iluminación. Sigo viéndolo, está en la verdad, en los propósitos de la vida de lo que luchan por una vida digna.
Para esta estirpe de hombre no hay barrera, frontera, camina en la eternidad, es mi creencia insoslayable, es que el amor no muere, es el viento eterno de los sentimientos enraizados en la naturaleza humana.
Me ha dado un gran resultado vivir el amor como un despertar espiritual que guía la vida a una creación beneficiosa, no existe el pozo ciego del egoísmo y se transita en una entrega de ayuda a todos los deberes que nos llama el entorno.
Como de costumbre, me detuve unos minutos observando el cielo estrellado. Y me veo con los amiguitos sentados en un banco, en la Iglesia San Pedro, frente la simpática y bella señorita María Zaglul, impartiendo la clase de catecismo. Yo era muy inquieto para esos pasos silenciosos, sí recuerdo que aprendí y me gustó lo que nos decía: JESUCRISTO NOS ENSEÑA QUE EL AMOR TODO LO PUEDE.
El autor es vicealmirante ® de la Marina de Guerra