El peligro de no querer saber

:: :: “Quien ignora la verdad es un iluso, pero quién conociéndola la llama mentira es un delincuente” —Bertolt Brecht— :: ::

En el mundo de hoy, donde cada movimiento deja rastro y cada decisión puede ser auditada años después, no es posible escudarse en el famoso “yo no sabía”.

Quien dirige, supervisa, o autoriza —sea en una empresa, una oficina pública o un cuerpo armado— tiene un deber básico: conocer lo que hace. Si no sabe, preguntar. Si tiene dudas, detenerse.

Muchos autores hablan del dolo eventual, de la ignorancia deliberada o de la ceguera voluntaria. Todo ello se resume en: hay gente que sabe, pero prefiere decir que no sabe; que sospecha, pero no quiere verificar; que ve la señal roja, pero mira hacia otro lado porque preguntar puede incomodar, retrasar una operación o afectar un beneficio rápido.

El problema empieza cuando esa “comodidad” se convierte en riesgo para la institución porque cuando uno dirige, no tiene derecho a ser ingenuo. Mucho menos a ser negligente. La ley castiga al que comete el hecho y al que pudo evitarlo y prefirió no enterarse.

En el sector financiero, un banquero que mueve capitales sin verificar su origen, pensando “eso no es problema mío”, está caminando sobre un filo, tal vez por el error humano de confiar demasiado o por no querer complicarse.

La historia muestra que el costo de esa comodidad puede terminar en sanciones, pérdida de licencia, daño reputacional o consecuencias penales.

En el Estado ocurre similar o peor. Cuando un alto funcionario o un jerarca militar aprueban contratos, permisos u operaciones sin mirar los detalles, o firma “porque me lo ordenaron”, se expone a un peligro mayor.

La autoridad administra recursos y confianza pública. Mientras más alto el rango, más pesada es la responsabilidad.

Se trata de entender una verdad elemental: hoy, los procesos dejan huella, los correos se guardan, los sistemas registran, las cámaras graban y los celulares archivan todo.

El tiempo del “quédate callado y no preguntes” se acabó. Ahora, el silencio también genera responsabilidad.

He leído varios estudios sobre esto, algunos bastante técnicos, que explican cómo los tribunales en diferentes países han empezado a cerrar la puerta a quienes alegan ignorancia después de haber cobrado, autorizado o facilitado algo claramente irregular.

Si la situación olía mal, si el contexto era sospechoso y aun así seguiste adelante, no hay forma elegante de justificarlo después.

Y esto vale para todos: militares, policías, directores, ministros, gerentes, banqueros o empresarios. No importa si el delito lo cometió otro: si usted tenía la posición, la obligación o la capacidad de darse cuenta y prefirió ignorar lo evidente, la responsabilidad le alcanza.

Por eso, más que un concepto jurídico, esto es una advertencia práctica: el peligro no está en hacer algo incorrecto, sino en no querer mirar. La ignorancia voluntaria es una trampa.

La negligencia conveniente es una bomba de tiempo. Y la frase “nadie me dijo nada” ya no salva a nadie.

Entonces, ¿qué hacer?

Muy simple: crear una cultura del detente y verifica. Documentar. Preguntar. Poner todo por escrito. Rehusar lo dudoso. Decir “no firmo hasta entender”. Discernir que, en estos tiempos, la prudencia no retrasa: protege.

Este mensaje no es jurídico; es de supervivencia institucional. En un país que busca fortalecer su confianza pública, la excusa del “yo no sabía” ya no cabe.

Saber, preguntar y actuar correctamente no es un lujo: es un deber. Y para quienes llevan insignias, amparándose en condiciones especiales para delinquir, olvidándose de su esencia de la defensa y la seguridad nacional, es una obligación que marca la diferencia entre servir… o fallar.

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