Cuando la noticia se convierte en moneda de cambio

:: :: “ La verdad es como un león; no tienes que defenderla. Déjala suelta, se defenderá a si misma”. —San Agustín— :: ::

En toda sociedad civilizada, la palabra escrita y la palabra dicha constituyen el hilo invisible que une a los ciudadanos con su conciencia colectiva.

Desde los tiempos de Sócrates, se comprendió que la verdad no necesita defensores apasionados, sino testigos valientes. El periodismo —nacido de esa vocación socrática por preguntar, contrastar y esclarecer— es, o debería ser, el espejo de la razón pública.

Sin embargo, cuando la noticia, ese instrumento sagrado destinado a informar a la nación, se transforma en moneda de cambio, el espejo se empaña y la verdad se diluye entre los intereses.

No se trata de acusar, sino de constatar lo que los hechos revelan: que el exceso de propaganda ha ralentizado la búsqueda del conocimiento, y que la inmediatez ha devorado la profundidad.

En nombre de la modernidad, la información muchas veces es una mercancía sometida al vaivén de la oferta y la demanda. Las redes sociales amplifican voces, pero también distorsionan ecos; y los titulares compiten por el clic, no por la verdad.

Platón, en su Alegoría de la caverna, advirtió que los hombres pueden confundir las sombras con la realidad. Hoy, esas sombras se proyectan desde pantallas luminosas que entretienen, indignan o dividen, pero no siempre informan con equilibrio.

El ciudadano contemporáneo vive rodeado de datos, pero desprovisto de certezas. Y cuando la verdad deja de ser referencia común, el juicio moral se desorienta, el diálogo se erosiona y la mentira se disfraza de argumento.

La información es un bien público; su pureza, una forma de justicia. Cuando se trafica con ella, el Estado pierde brújula y la sociedad, rumbo. En tiempos antiguos, los heraldos eran mensajeros sagrados: sus palabras definían la paz o la guerra.

Hoy, en cambio, abundan los mercaderes del mensaje, los que cambian la voz de la conciencia por el murmullo del interés. Como escribió Séneca, “nada se corrompe más rápido que una mente que pone precio a su palabra”.

No hay democracia sólida sin una prensa libre, y no hay libertad que resista sin ética. El periodista auténtico no es un actor ni un acusador; es un testigo del tiempo. Su deber no es agradar, sino iluminar.

Decir la verdad no significa desafiar al poder, sino servir a la ciudadanía, que es su verdadero destinatario.

Cuando el periodista se convierte en intermediario entre la realidad y la conciencia nacional, ejerce una función tan noble como el juez o el maestro. Pero cuando se subordina al aplauso o al beneficio, abdica de esa misión silenciosa que sostiene la dignidad de las naciones.

La historia enseña que las civilizaciones no colapsan por falta de riquezas, sino por exceso de falsedades. Roma cayó, no solo por las invasiones bárbaras, sino por la corrupción interna de su palabra pública.

Las repúblicas modernas enfrentarán igual destino si permiten que la noticia se convierta en moneda de cambio. Porque cuando la verdad se vende, la justicia se escora, y el ciudadano pierde la capacidad de discernir entre el deber y el espectáculo.

La prensa no está llamada a ser aliada ni enemiga del poder, sino su conciencia. Que el periodista nunca olvide que su mayor patrimonio no es el prestigio, sino la credibilidad.

Como dijo Albert Camus, “la libertad es un lujo que no todos los pueblos pueden permitirse; pero cuando la pierden, descubren que era su único alimento”.

Así también la verdad: cuando se cambia por monedas, deja de alimentar la razón y empieza a corroer el alma de la nación.

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