Fondeo de reflexión

:: :: “El combate más difícil no es contra el malvado, sino contra la tentación de parecernos a él”. —Autor desconocido— :: ::

En la navegación de la vida llega un momento en que conviene echar el ancla y detener el impulso, no para renunciar al viaje, sino para revisar la ruta.

Este fondeo de reflexión es una pausa necesaria en el cronómetro de la imparable máquina del tiempo, midiendo con serenidad qué batallas ya no se pueden librar, qué decisiones exceden nuestro poder y cuáles principios deben permanecer inquebrantables.

La madurez no consiste en erigirse en juez de las vidas ajenas, sino en aprender a trascender el ego y dirigir la mirada hacia el bien común, hacia lo que sostiene las instituciones y anima a los jóvenes a encontrar un horizonte más alto.

Se trata de no rendirse, juzgar menos y construir más. El verdadero triunfo ya no está en los títulos personales, sino en el impacto positivo que dejamos en las generaciones que nos siguen, inspirándolas a mejorar lo que hicimos.

Quienes han alcanzado posiciones destacadas con decencia en el ámbito oficial, la empresa privada o la sociedad civil, deben compartir sus experiencias con las generaciones venideras sin rencores, que son un lastre que enferma el alma y distorsiona el sentido de la memoria.

La historia compartida con honestidad y sin resentimiento se convierte en herencia espiritual, en brújula que orienta y no en cadena que paraliza.

Los pensadores clásicos ya lo advertían. Marco Aurelio recordaba que la gloria personal es humo, y que el deber mayor es vivir conforme a la naturaleza y al bien de la comunidad.

Kant enseñó que la dignidad no reside en el éxito externo, sino en la fidelidad al deber moral. Ortega y Gasset, en su Meditación de la técnica, afirmaba que lo verdaderamente humano es proyectar el futuro como un “deber ser”. En esta línea, la acción que se orienta al porvenir nunca es derrota: es siembra.

Ahora bien, la historia personal y la colectiva están hechas también de documentos, memorias y testimonios. En ellos reposan verdades incómodas que, mal administradas, pueden sembrar discordia o desánimo.

El filósofo Paul Ricoeur advirtió que la memoria necesita justicia y prudencia: no todo lo que se guarda debe exhibirse, ni todo lo que se exhibe debe hacerse sin contexto.

Hay archivos que conviene resguardar hasta que las circunstancias los reclamen —Lo ideal en algunos casos es no hacerlo nunca—, y aun entonces publicarlos, no como instrumento de revancha, sino como herramienta para fortalecer el bien común.

La prudencia no significa ocultar la verdad, sino aprender a dosificarla para que construya y no destruya. Quien se aferra al ego busca el escándalo y el protagonismo; quien sirve al interés general, sabe que la verdad también debe ser pedagógica y solo debe ser revelada en el momento oportuno.

El desafío es reformular el propósito: asumir la vida como un proyecto que trasciende la anécdota personal y apunta a la sanación colectiva.

El éxito ya no es la conquista individual de una cima, sino el haber dejado señales que iluminen la navegación de los que vienen detrás, habiendo asumido las responsabilidades correspondientes que hoy les tocan a los de ahora.

Por eso, como faro del porvenir, la tarea es clara: vivir y escribir con decencia, con la mirada puesta en quienes nos sucederán.

Los archivos que abramos, las palabras que pronunciemos y los gestos que realicemos deben inspirar y fortalecer, no sembrar sombras ni desconsuelo. Ese es el modo de reconciliar la memoria con el futuro, y de asegurar que nuestra huella no sea carga, sino fondeo de reflexión para el porvenir.

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