“Una mentira repetida mil veces se convierte en verdad.” – Joseph Goebbels
Quienes leímos a Armand Mattelart en Comunicación, cultura y lucha de clases o a Mario Vargas Llosa en La civilización del espectáculo sabemos que no hay nada nuevo bajo el sol del engaño.
Hace tiempo se advirtió: cuando la cultura se convierte en entretenimiento y la política en espectáculo, la mentira deja de ser excepción para volverse método.
Y eso vivimos hoy: un país donde el maquillaje reemplaza la gestión y la apariencia tiene más valor que la verdad.
En esta república donde los discursos se reciclan y la moral se alquila por temporada, la mentira ha logrado lo que nunca consiguió la verdad: volverse rentable.
Ya no se miente para ocultar; se miente para gobernar.
Los discursos son telenovelas, los ministros actores de reparto y muchos medios, el coro obediente que repite el libreto sin pestañear.
Cada semana se estrena una “verdad nueva” al gusto del poder: un proyecto invisible, una obra exagerada, una encuesta complaciente o una excusa cuidadosamente editada para sostener el engaño.
Y cuando la mentira se repite lo suficiente, termina por tener ciudadanía: se imprime, se aplaude, se comparte y hasta se defiende con fervor patriótico en las redes sociales.
Mientras tanto, la verdad camina sola —sin presupuesto ni vocero—.
Los periodistas honestos son tachados de enemigos del progreso, y los que mienten bien, ascendidos a “comunicadores estratégicos”.
El problema no es solo político; es moral.
La mentira institucional se filtra en las aulas, las iglesias y las casas.
Los niños aprenden que “decir lo que conviene” vale más que decir lo que es cierto; los adultos se acostumbran al autoengaño, y el país entero vive de titulares que nadie se atreve a desmentir, porque hacerlo sería admitir en qué fango estamos.
Los políticos sonríen, los medios aplauden y el pueblo bosteza.
El espectáculo continúa: se inaugura lo que ya existía, se promete lo que no se cumplirá y se culpa al pasado de todo lo que el presente no sabe resolver.
En la república de la mentira, hasta la palabra “transparencia” tiene vidrios ahumados.
Y cada vez que alguien se atreve a preguntar, el micrófono se corta o el entrevistador cambia de tema con una risa de compromiso.
Al final, los mentirosos siempre creen haber ganado —porque tienen presupuesto, cámaras y guion—.
Pero la verdad, aunque sola y sin oficina, sigue luchando con su único recurso: el honor.
Y cuando el ruido se apague, será el tiempo —ese juez sin salario— quien haga relucir lo que el maquillaje no puede cubrir:
que el destino de los falsos líderes será el olvido, y su herencia, la vergüenza de haber hecho de la mentira un gobierno.