El lenguaje como espejo de la decadencia

:: :: “Olvidar es otra forma de destruir”: —Irene Vallejo— :: ::

En la República Dominicana actual se libra una contienda silenciosa, pero devastadora: la batalla del lenguaje. No proviene de un debate gramatical ni de controversias entre académicos; es un reflejo del deterioro del pensamiento cívico y del juicio ético.

El uso cotidiano de lenguaje soez, insultos aviesos, acusaciones sin pruebas y resentimiento intoxicado se han convertido en norma, y lo más grave: se lo festeja.

No se circunscribe a las calles encharcadas o al rincón oscuro de las redes sociales, sino que se ha instalado —con peligroso aplauso— en los micrófonos de la radio, los platós de televisión y las columnas de opinión que moldean el juicio colectivo.

Esto no es un problema de forma; es un problema de fondo. Cada palabra vulgar, cada juicio temerario, cada afirmación lanzada sin base jurídica o prueba documental, erosiona la convivencia democrática y enturbia el ambiente que necesita una nación para crecer.

Vivimos en un momento donde la injuria ha desplazado al argumento y el escándalo ha sustituido al razonamiento. Lo más alarmante es que muchos lo confunden con “valentía” o “sinceridad”, cuando en realidad se trata de una forma de violencia simbólica.

Ahora bien, que nadie interprete este llamado como una invitación a la autocensura o al miedo. No se trata de tenerle temor a la verdad ni de dejarle el monopolio de la palabra a los manipuladores de turno. Todo lo contrario. Callar ante el abuso es complicidad. Y el silencio, cuando es cómplice, no es neutralidad: es renuncia al deber.

La palabra libre, cuando se sostiene con responsabilidad, pruebas y sentido de justicia, es un instrumento noble de transformación. Lo que rechazamos es el uso de la palabra como puñal gratuito, como entretenimiento vulgar o como instrumento de destrucción personal sin responsabilidad ni consecuencia.

Hoy más que nunca, urge una verdadera educación cívica del lenguaje. Hay que enseñar desde la escuela —y recordarlo cada día en el hogar y en los medios— que el respeto no es debilidad, que la verdad no necesita gritarse con rabia, y que el pensamiento crítico no se logra con base en insultos, sino con argumentos.

Si aspiramos a una democracia madura, el primer paso es recuperar la dignidad del discurso público.

El lenguaje configura la realidad. No es casualidad que, en los países con mayor violencia verbal, aumenten también la intolerancia, la desinformación y la agresión física. Lo que decimos —y cómo lo decimos— deja huella.

El menoscabo de la palabra prepara el camino para el deterioro de las instituciones. Cuando las denuncias son banalizadas, se debilitan las verdaderas causas justas. Cuando se acusa sin pruebas, se degrada el valor de la justicia. Cuando se abusa del micrófono, se pierde el derecho moral a exigir respeto.

No podemos permitir que se normalice el lodo como herramienta política ni la injuria como estrategia comunicacional. Y menos aún, que nuestras mañanas se inicien con el envenenamiento disfrazado de análisis.

El país necesita menos estridencia y más verdad; menos espectáculo y más decencia. Y sobre todo, necesita líderes —en todos los niveles— que comprendan que la palabra no se hereda, se honra.

Porque sin palabra justa, no hay justicia posible. Y sin justicia auténtica no hay paz duradera. Si queremos seguir navegando hacia el desarrollo bajo el timón de la ley en paz, debemos empezar por cuidar el puerto de salida: la forma en que hablamos.

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