“Callando es como se aprende a oír; oyendo es como se aprende a hablar; y luego, hablando se aprende a callar”. —Diógenes—
Los jóvenes deben ser formados bajo la óptica de nunca rendirse, con el gallardete del optimismo ondeando sobre todo en las tormentas. Aprendiendo que las derrotas, como los temporales en alta mar, son parte del trayecto, no el final del viaje.
Desde la infancia se les debe inculcar que la fe en la resiliencia humana —como el marino a su brújula— es más poderosa que cualquier viento adverso.
Nunca deben creer en épocas de decadencia ni en imperios irremediablemente destruidos. Lo que deben observar son sistemas, civilizaciones y estructuras que, como todo en la vida —incluyéndonos a nosotros los seres humanos—, se desgastan con el tiempo.
Pero ese desgaste no es muerte: es ciclo. Y los ciclos, como el mar, siempre regresan. En la historia cada ocaso anuncia un amanecer. Como en la navegación astronómica hay que mirar el horizonte con paciencia para entender que la oscuridad no es ausencia de rumbo, sino el intervalo entre dos luces.
En ese contexto de permanencia espiritual, se debe pensar con firmeza que nuestros descendientes deben ser formados con educación cívica, al margen de ideologías disociadoras que intentan borrar la trascendencia del alma. Porque cuando se debilita la conciencia colectiva de una nación sus generaciones pierden el norte y el timón se torna vano frente a los vendavales del relativismo.
Los líderes visionarios dotados de temple forjan generaciones para enfrentar su propia época. La adversidad no es un castigo: es una escuela. Así lo entendieron las naciones arrasadas por la guerra.
En Europa, Inglaterra sobrevivió al Blitz; Polonia renació entre ruinas; Francia se reconcilió con su pasado; España, tras su desgarradora guerra civil, reconstruyó su identidad. No fue el azar. Fue el carácter. La entereza de sus generaciones formadas en la escasez, templadas en el dolor y fortalecidas por la responsabilidad colectiva.
Aquellas generaciones no se quedaron atrapadas en el lamento ni en el pesimismo estéril: evolucionaron sin claudicar en sus valores fundamentales. No renegaron de su historia ni negaron sus raíces. Asumieron el pasado con madurez y desde ahí proyectaron su porvenir.
Cuando decimos que fueron “superiores”, no nos referimos a una jerarquía biológica, sino a una disposición moral e histórica: supieron construir el futuro sin renunciar a su legado.
Nosotros, en cambio, muchas veces parecemos encerrados en las cavernas del resentimiento, paralizados por nostalgias estériles, por narrativas de victimismo que nos restan coraje. Hay que romper esa cadena. Hay que creer de nuevo en la disciplina, en el trabajo honrado, en la nobleza del esfuerzo. No existe redención sin sacrificio ni progreso sin exigencia.
El resto —el caos, el desconcierto, la llamada “crisis del mundo moderno”— en esta época, no es más que la revolución tecnológica vista desde la nostalgia. Lo que para algunos es una amenaza, para otros es oportunidad. Lo que el navegante temeroso ve como tormenta, el buen capitán lo ve como prueba.
Algunos pesimistas contemplan estos tiempos como si fuesen una devastación, el holocausto o el armagedón. Pero en realidad, son simplemente otro giro del timón en la vasta travesía de la humanidad. El que solo conoce el cabotaje teme al océano abierto.
No se debe temer a las tormentas, sino al ancla mental que impide zarpar. Porque hay ideas, miedos, rencores y dogmas que no son raíces: son solo el lastre emocional. Y ningún barco fue construido para quedarse amarrado en el puerto. Nuestra misión de vida es soltar amarras, izar velas y navegar con dignidad, sin olvidar que más allá del temporal siempre hay un horizonte promisorio.