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Mi padre y su afición por la literatura

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EL AUTOR REMEMORA MOMENTOS JUNTO A SU PADRE QUE LE MARCARON Y PERMITIERON CONOCER SU PARTE MÁS ÍNTIMA

Homero Luis Lajara Solá

En el primer aniversario de la partida de mi compadre y hermano, César Augusto Reyes Mora. In Memoriam.

“Y mientras que todas las otras cosas, sean animales o navíos, que entran en el terrible golfo de la boca de ese monstruo (la ballena), inmediatamente se pierden y son tragados, el gobio de mar se refugia en ella con gran seguridad, y allí duerme”.
Montaigne- Apología
de Raymond Sebond.

El próximo 24 de diciembre se cumple el vigésimo tercer aniversario de la partida en la Barca de Caronte, de mi padre, Luis Homero Lajara Burgos (1920-1994), y con ese especial motivo he querido escribir un poco sobre una de sus dotes menos conocida por la mayoría, incluso por familiares cercanos, que no tuvieron la oportunidad de compartir de manera constante esos domingos de cátedra con un personaje tan interesante y polifacético, que vivió no solo una vida honorable, sino también matizada por una especial inclinación por la literatura y el conocimiento en sentido general, hasta el día que le tocó dar la “vuelta de campana”.

Con este dato como colofón, ya con el envejecimiento de la inocencia, la madurez de los años y después de haber tenido la experiencia, al igual que mi progenitor, de comandar la Armada Dominicana, una de las facetas de su vida que ha acrecentado aún más mi admiración por su preparación académica, lo constituye la manera autodidacta de cómo aprendió a dominar a la perfección el idioma inglés, episodio que él me relató hasta con clases de literatura.

Como muchos de seguro saben, en la década del 1920 ser Bachiller en Ciencias Físicas y Matemáticas y haber leído “Los Clásicos” a la edad de 16 años, era ser una persona ilustrada. Es con esa base intelectual que el joven Luís Homero Lajara Burgos, ingresa a la Marina Nacional como marinero, y lleno de sueños y un creciente amor por aprender, incursiona en el estudio de las ciencias navales, pero al percatarse de que en esa época la literatura sobre marina militar era mayormente en el idioma inglés, se propuso como meta aprender este idioma por sí mismo.

Buscando el rumbo del progreso le tomaba libros prestados a su tío, el teniente Ramón Julio Didiez Burgos-quien junto al almirante De Windt Lavandier, se constituirían en el futuro, en padres de la Marina de Guerra de la Tercera República-, los cuales leía en las navegaciones, fondeos (barco fijado en mar por el ancla), y en su tiempo libre.

Como su ingenio se inclinaba por la marinería, prefería libros como Moby Dick (Herman Melville, 1851). Recuerdo en una de esas “alegres primaveras” los relatos del barco ballenero Pequod, el capitán Ahab, persiguiendo a la gran ballena blanca (cachalote). A estos cetáceos se les extraía aceite para lubricar las máquinas y como combustible de lámparas; del cráneo, espermaceti, para fabricar velas y jabón, y de sus vísceras intestinales se extraía el ámbar gris que se usa para fijar el aroma del perfume.

Al realizar estos relatos de Moby Dick, mi padre lo hacía con tal vehemencia que solía duplicar el tamaño del cachalote, el cual con sus grandes ojos reconocía al capitán Ahab, quien en un primer enfrentamiento con el cetáceo perdió una pierna usando desde entonces la pata de palo del marino romántico, esta vez hecha de mandíbula de ballena blanca, y que junto con el garfio (gancho de hierro) en la mano, eran el símbolo de correrías en los mares revueltos y tormentosos de la época en que Cervantes combatió en Lepanto, y en la Berbería.

Siguiendo con los recuerdos de la afición a la literatura de mi padre, otro de los libros que utilizó para perfeccionar su inglés y que era tema de las reuniones domingueras, fue “El Viejo y el Mar”, de la autoría del escritor y periodista norteamericano Ernest Hemingway, uno de los más brillantes novelistas del Siglo XX. En el mismo, el autor recrea como personaje central a Santiago, un viejo pescador cubano que veía con una tenacidad desesperante, la blanca estela de su bote cuando navegaba rumbo al puerto llevando su enorme pez espada, después de un arduo combate en el mar, mientras su discípulo Manolito lo apoyaba leal e incondicionalmente en esta perseverante empresa.

Hemingway solía manifestar que del misterioso destino nadie se puede apartar, así como de la muerte. Como si estas aseveraciones fueran un mandato al tiempo futuro, el año que mi padre fue designado comandante de la entonces Marina de Guerra (1953), coincidió con la entrega del Premio Pulitzer a Hemingway, por “El Viejo y el mar”; en tanto que “La Misión Naval a España (1954)”, coincidió con la entrega del Premio Nóbel de literatura, a ese gran escritor, por su obra literaria completa.

Otra de las obras favoritas de mi padre era “Por Quién doblan las Campanas (1940), inspirada en la Guerra Civil española, donde Hemingway fue corresponsal de guerra. Sobre ese título mi padre me refrendaba un fragmento del poema: “Las Campanas Doblan por Ti”, del poeta inglés John Donne: “Ningún hombre es una isla entera por sí mismo/ Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo/ Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia/Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.

También solía hablarme mi progenitor de una obra titulada “Adiós a las Armas “(1929), un fascinante relato de la Primera Guerra Mundial, donde Hemingway era conductor de ambulancia como voluntario del ejército aliado en Italia.

Recuerdo que una vez mi padre me manifestó: “Si en este país no se educa a la gente, no se mantiene el orden y la justicia deja de ser ciega, en el futuro cercano nos va a pasar como en “La Nave de los Locos”-refiriéndose al libro del escritor Alemán, Sebastián Brant, (1494), donde representantes de todas las clases sociales abordan un barco que, sin rumbo ni puerto, los lleva al reino de la locura, donde todos pierden sin excepción, poderosos y pobres”.

Ya casi al final de sus días, él me contó, con la sinceridad del que siente que la llama de la vida se le escapa, sobre la esencia de Macbeth (1606), tragedia de Shakespeare, donde se narra la evolución psicológica de un buen hombre que, incitado por su mujer, sucumbe a la ambición y va degenerándose hasta cometer actos de gran maldad para primero conseguir el trono de Escocia y después conservarlo. Parecía como un mensaje de efecto a futuro, con la intención de que nunca usara métodos indignos ni desleales para alcanzar posiciones que como la vida misma son efímeras.

Ante tantas enseñanzas y ejemplos de vida, solo me queda pedir que Dios ilumine con sabiduría y patriotismo a los que comandan el buque del gobierno, para que se fortalezcan, sobre todo, la institucionalidad y nuestras leyes migratorias, citando también un segmento de: “La Declaración de los Derechos del Hombre (1789)”. Siendo todos los ciudadanos iguales ante ella (la ley), todos son igualmente elegibles para todos los honores, colocaciones y empleos, conforme a sus distintas capacidades, sin ninguna otra distinción que la creada por sus virtudes y conocimientos”.

Agradezco a mis distinguidos lectores por brindarme el honor de leer los ensayos que con el propósito de aportar, escribo en el portaaviones de la prensa nacional, el Listín Diario, desde el año 2011. El que sabe gozar de la obra de un escritor, es a la vez escritor por saber gozarla.

Les deseo una Feliz Navidad y un Nuevo Año 2018 con mucha salud, paz con educación de calidad y progreso.

El autor es miembro fundador del Círculo
Delta. Email: fuerzadelta3@gmail.com

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