El Cairo.- Haciendo honor a su nombre, «la victoriosa», la capital de Egipto preserva su legado milenario de seducción, leyendas, enigmas y embeleso, pese al incierto panorama actual del país, que despabila su lado más perturbador y agobiante.
Al-Qahira, nombre de El Cairo, que en árabe significa «vencedor», incorporó desde 2011 a sus incontables atractivos la Plaza Tahrir, el sitio -hoy con poco impacto mediático- donde la llamada revolución egipcia acabó en 18 días con 30 años de gobierno de Hosni Mubarak.
El alzamiento popular del año pasado abrió para millones de egipcios un horizonte esperanzador, no exento de incertidumbres y desgobierno, y en el que graffitis, edificios calcinados o destruidos y calles bloqueadas se añadieron a la fisonomía de la ciudad fundada en 969.
Como efecto colateral, las revueltas conllevaron una contracción del turismo y una alternativa para subsistir ha sido la llamada «industria de la revolución» con recorridos ineludibles por Tahrir, sitios emblemáticos y venta de camisetas y otros souvenirs alegóricos.
Pero ni la convulsión política y social, ni la pobreza de sus habitantes -más visible en sus céntricas calles en el último año-, ni sus rasgos bullicioso, polvoriento, sucio y de infernal tráfico vial, arrebataron encantos a la conocida como «ciudad de las mil mezquitas».
Cualquier parte del horizonte o lo que urbanistas llaman «skyline» de El Cairo descubre una media luna indicativa de una mezquita, recinto en el que los fieles rezan cinco veces al día al escuchar el llamado omnipresente del muecín por altavoces colocados en los minaretes.
Andar y desandar callejones y senderos creados en el siglo X por la dinastía Fatimida, fundadora de la ciudad, hace sucumbir al más insensible ante la riqueza arquitectónica de sucesivas culturas, pueblos y civilizaciones asentadas a orillas del río Nilo.
El arte del «arabesque» plasmado por doquier en mamparas, puertas de mezquitas, «fanouses» (lámparas), bazares de artesanía oriental, cafés y plazas de El Cairo Viejo o Islámico es tan deslumbrante como la magnificencia y solemnidad de iglesias cristianas de El Cairo Copto.
Khan El-Khalili, el bazar que en el Medioevo fue «caravasar» (albergue para caravanas de viajeros, peregrinos y comerciantes con sus animales), resume en sus vericuetos y tiendas la esencia del frenesí que los egipcios impregnan al vital y antiquísimo arte de compra-venta.
Muy cerca de esa área colmada de mezquitas, murallas y puertas de acceso a la urbe, obras de los períodos Fatimida y Mameluco, está Al-Qarafa o la Ciudad de los Muertos, un inmenso camposanto devenido barrio por la necesidad habitacional y la pobreza.
Esa zona del sureste de El Cairo es quizás el único sitio del mundo donde más de 50 mil personas de escasos recursos viven entre mausoleos, mezquitas e incluso dentro de tumbas, aportando una de las múltiples singularidades de esta urbe de más de 20 millones de habitantes.
Y es que si de exclusividad se trata, basta mencionar el «Souk El-Gomaa» o Mercado de los Viernes, en el que de entre las tumbas emergen vendedores informales con los más impensables artículos; o los sitios faraónicos de Giza, Saqqara y Dashour, en su periferia sur.
A unos 15 kilómetros del centro de la ciudad, las pirámides de Giza, incluida la Gran Pirámide de Keops, única de las siete maravillas del mundo antiguo aún en pie, y la «desnarigada» Esfinge siguen siendo la razón cardinal de afluencia de visitantes a El Cairo, ahora muy escasa.
Pero igual de impresionante es la panorámica que de la ciudad se puede captar desde La Citadel, de gran impronta otomana, o desde la Torre de El Cairo, un símbolo distintivo de 180 metros de altura situado a escasos pasos de la vena fluvial imprescindible: el Nilo.
Los paseos en «falucas» (lanchas cuyo nombre data de la época faraónica) por el río más extenso de África son el mejor bálsamo, a pesar de las aguas cada vez menos transparentes, para aliviar el agotamiento en una urbe que literalmente no duerme.
No es casual que en las riberas del río se descubran muchos de los lugares de mayor esparcimiento citadino dentro de barcos, fondeados permanentemente o en movimiento, convertidos en bares, discotecas, restaurantes y miradores de la capital más populosa del mundo árabe.
Pero los oficios milenarios son la prueba inequívoca de que en el inmenso Cairo armonizan modernidad y costumbrismo, callejones milagrosos, como los definió el Nobel local Naguib Mafouz, y avenidas con moles de hormigón, aluminio y vidrios polarizados.
Es casi imposible para propios y forasteros sustraerse al ir y venir de los «walad bita chai» o niños del té, que con bandejas en mano caminan por barrios para ofrecer la típica bebida humeante, o al minucioso trabajo de los «ratafa» o zurcidores de alfombras.
Más sorpresa causa al visitante que faenas como lavado y planchado de ropa, peluquero y modista son casi exclusivas de hombres, una señal que recuerda la raigambre de hábitos islámicos y el rol que se reserva a la mujer en una ciudad cosmopolita, pero visceralmente conservadora.
